Yo no soy Venezuela, yo no soy la Patria, tampoco la Nación, ni el país. Pero soy venezolana y además hija de un venezolano que vivió para amar a Venezuela y murió de mal de Patria. ¿Qué dirá o habrá dicho Mario Briceño-Iragorry, desde la eternidad, este mes de junio en que se cumplieron cincuenta y seis años de haber dejado esta orilla?
Su última gran obra, escrita en el exilio el año 1957, es una historia novelada que le sirvió de excusa para exponer su pensamiento sobre el país: Los Riberas, debería ser de lectura obligada para los venezolanos que quieran comprender lo que ocurrió en la Patria entre los años 1920 y 1945, tiempo vital para entender lo que siguió después y para acercarse a esa gran protagonista que en el siglo XXI se debate desarticulada por encontrar caminos de reencuentro con su pueblo.
En Los Riberas encontramos a la patria con sus paisajes, sus costumbres, sus contradicciones y desgarramientos. Allí dialogan el Marqués de Casa León con el Regente Heredia. Allí se debate la libertad y la grandeza de Vicente Alejo Ribera, héroe de la dignidad, con su padre y abuelo Ribera, venidos de la provincia andina para el “festín petrolero”.
Como escribe Violeta Villar, “Venezuela funciona como la mujer engañada. También, como la novia que al final conserva la esperanza: la de lograr la reconciliación nacional para favorecer la gestión de un proyecto político en el cual el interés colectivo privilegie al individual”.
“La figura de Vicente Alejo Ribera logra aproximarse a la tipología característica de un héroe como el Regente Heredia, cuya arma no es la fuerza física sino la de sus planteamientos, que desnuda ante el padre provocando su mudez. No hay armas: hay palabras. La confrontación entre el padre y el hijo origina la muerte simbólica del primero al quedarse sin el recurso privilegiado del hombre: el lenguaje. Aquí la lanza es sustituida por el verbo y la muerte por el no decir. Por la ausencia de palabras”.
Vicente Alejo hace hoy un llamado a los venezolanos. Es el grito de la justicia, de la unidad, de la esperanza. Es la metáfora de la Venezuela reconciliada, del país que reúne a su pueblo en torno a un gran proyecto solidario que aleja de la miseria y de la mudez.
En un pequeño ensayo intitulado La Hora Undécima, escrito un año antes de esa novela histórica, Mario Briceño-Iragorry sintetiza la propuesta para construir un proyecto de pueblo que, a mi modesto entender, aún tiene lumbre que aportar al momento presente de esta Venezuela que camina la segunda década del Siglo XXI.
La convocatoria a la Juventud y a la Universidad, la realizó Don Mario, en momentos críticos de la dictadura, donde las libertades públicas se encontraban en bajísimo nivel. No obstante en esas cabezas y esas manos colocaba la responsabilidad de iniciar una acción social tendiente a confutar la “crisis de pueblo” y la situación de “antipaís” que debía abrir paso a una auténtica “teoría de lo venezolano” que permitiera a todo el pueblo conformarse democráticamente en función de la transformación de las generaciones futuras.
Lo mío no es pasión filial, ni sentimiento de orfandad. Lo que siento por dentro es fruto de esa convivencia que durante el exilio tuve con mi padre. El entregó su vida por una Venezuela que soñaba de noche y de día y a mí me dejó sembrada una angustia de pueblo y de patria, que espero me acompañe mientras no se logre una auténtica unidad de destino. Su mensaje, en mi caso, no fue sin destino aunque he de confesar que en muchas ocasiones he sentido que me falta mucho para estar a la altura de las circunstancias.
Beatriz Briceño Picón
Periodista
Fundación Mario Briceño Iragorry
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