Más allá de la rabia que hoy concita en el gobierno de Nicolás Maduro la medida que impide a sus funcionarios responsables de violaciones de derechos humanos ingresar a territorio norteamericano, lo relevante es que ella responde a un dictado previo de la ONU.
El Comité contra la Tortura, durante el pasado mes de noviembre, resolvió declarar que el Ministerio Público venezolano promueve la impunidad. De 31.000 denuncias de atentados de derechos humanos que recibe desde 2011 tan sólo se ocupa de investigar el tres por ciento. Y observa que la defensora del Pueblo no defiende al pueblo sino al gobierno de Maduro y oculta información, miente, en pocas palabras. Tanto que le molesta al Comité de la ONU que se le hubiesen negado durante 8 años los informes sobre el estado de los derechos humanos en el país.
Constata, además, las actuaciones violentas de los colectivos armados como la represión de militares contra manifestantes, que llegan a las torturas: “Palizas, descargas eléctricas, quemaduras, asfixia, violación sexual” sufren ellos – no lo dice así el Comité pero lo leo yo a la luz del Estatuto de Roma – como víctimas de violaciones generalizadas y sistemáticas de derechos humanos, es decir, de crímenes internacionales. De modo que, dejando de lado esta cuestión como la reducción del asunto de marras a la gastada diatriba estéril sobre el imperialismo yanqui opresor, cabe destacar que todo Estado, en ejercicio de su soberanía, tiene el derecho incuestionable de decidir, con todo derecho, acerca de quien lo visita o a quién le acepta depósitos de dinero en sus instituciones bancarias.
Lo grave es que media, acerca de lo comentado, una decisión colectiva universal que pone en entredicho a funcionarios del Estado venezolano – a ellos, únicamente y en soledad, no a los venezolanos como conjunto. El propio Parlamento Europeo ha declarado, con relación a Venezuela y el apoyo de la mayoría de sus miembros, incluidos los socialistas, que “la democracia y la justicia no puede usarse por las autoridades como medios de persecución política y represión de la oposición democrática” y tienen el deber sus autoridades de “disolver y desarmar inmediatamente a los grupos descontrolados armados por asociaciones progubernamentales y a poner fin a su impunidad”.
Es obligación de todo Estado, en consecuencia, cooperar también con el cumplimiento de las decisiones de tutela de derechos humanos adoptadas por la ONU, y es en ese contexto, al menos formalmente, en el que se inscribe la decisión de USA y ahora la europea.
La confusión de Maduro al respecto es mucha y su irritación con Barack Obama desborda, sobre todo luego de la mala jugada que le hace Raúl Castro. Y responde, como lo creo, sobre todo a un prejuicio raizal que le impide salir del desespero y lo obnubila.
En vísperas de aprobarse la Constitución de 1999, Hugo Chávez, su progenitor político, le hace saber a la antigua Corte Suprema – acaso mudado en profeta de lo actual – que “el Estado, investido de soberanía, en el exterior sólo tiene iguales”. En otras palabras, tira por la borda la autoridad vertical de la comunidad internacional que nace del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial a partir de 1945 y fija la protección universal de la dignidad humana como un límite imperativo del poder y la independencia de los gobiernos. Y ajusta que, quienes no se cobijen bajo el Estado y la autoridad absoluta de su gendarme – “el Jefe del Estado conduce en soledad la política exterior y comanda a la Fuerza Armada… y tiene la exclusividad en la conducción del Estado”, agrega – “por centrifugados tendrían que ser aplastados”.
Se explica así, no de otra manera, el origen de la herejía que para el constitucionalismo democrático implica el texto constitucional que se aprueba sobre dicho desafío a los jueces supremos, y el desprecio que por la dignidad humana toma cuerpo durante su vigencia; pues el mismo prescribe que la persona humana, con su fardo de derechos, no antecede al Estado sino que existe y tiene dichos derechos por obra de éste. De sujeto pasa a ser objeto del Leviatán.
Los artículos 1, 3 y 102 constitucionales, por consiguiente, son emblemáticos al rezarle al credo antidemocrático y decir, precisamente, que corresponde al Estado desarrollar nuestra personalidad humana, adaptarnos mediante la educación a sus valores preeminentes, y concretar éstos en la doctrina de Bolívar, “César democrático”, hecha dogma de fe.
El Estado, piensan Maduro y los suyos, es dueño de la voluntad de los venezolanos y en el Presidente todos encarnamos. Le cuesta comprender, entonces, que las medidas de la ONU, de USA y del Parlamento Europeo, se dirigen únicamente contra sus represores y corruptos, no contra Venezuela ni su sociedad libertaria.
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