El Tribunal Supremo de Justicia acaba de producir una de sus decisiones más deplorables, desde que sus magistrados proclamaran jubilosos la aplicación de una “justicia revolucionaria”.
De espaldas a la sed de justicia de una nación y a la necesidad de preservar los valores intrínsecos a la vida en una sociedad democrática, el más alto tribunal de la República le ha asestado un severo machetazo a uno de los fundamentos de la pulcritud en las artes de gobernar: la transparencia.
Todo funcionario u organismo que administra fondos o asuntos públicos, está obligado, por elemental ética, a rendir cuentas. Sin acceso a una información pública oportuna es imposible que haya transparencia. Público es contrario a lo oculto. Y si los asuntos públicos no se ventilan, no son del dominio del colectivo, entonces no hay democracia. Así de simple.
Pero en criterio del TSJ todo aquel que solicite una “información pública”, ante un “organismo público”, sobre un “asunto de carácter público”, debe justificar el uso que le dará, precisamente ante quien pudiera abrigar algún interés en encubrir o camuflar algo. A esa conclusión llegó la Sala Político-Administrativa cuando la ong Espacio Público demandó la reparación del silencio observado por el Ministerio de Educación Universitaria, Ciencia y Tecnología, al exigírsele definiera el basamento legal de los bloqueos y restricciones a los cuales fueron sometidos portales de noticias y aplicaciones web móviles, durante las protestas de febrero.
De manera que la norma no priva, en primer término, para el órgano que tiene la obligación legal de informar, sino para el aspirante a recibirla. Manga ancha para el burócrata. La regla y las trabas, puestas al revés, volcadas sobre el ciudadano. Es así como el BCV se permite ocultar los índices de inflación y el despacho de salud se reserva los informes epidemiológicos.
Según este absurdo jurídico el administrado es forzado a aclarar para qué quiere información sobre materias que le atañen y afectan. Al funcionario, en cambio, lo asistirá la potestad de decidir si la razón que se le ha dado es válida o no, desde su óptica, fundamentalmente política.
¿Para quién es el derecho, entonces, para quién el deber?
Es más, no deja de provocar escozor el criterio esbozado por el TSJ, al escudarse en sentencia de la Sala Constitucional de fecha 15 de julio de 2010, que “determinó límites al ejercicio del derecho del ciudadano a ser informado, en el entendido de que no existen derechos absolutos, salvo el derecho a la vida”. Cuánto cinismo, cuánta doblez, resume este aserto en un país donde la vida vale tan poco, y se la puede perder por el motivo más fútil en cualquier esquina al igual que si se está bajo resguardo del Estado, en una cárcel de esas que sólo son posibles en revolución, como lo demuestran los espantosos (y plagados de dudas) sucesos de Uribana.
Lo cierto es que el TSJ se ha ocupado de blindar al Gobierno frente a sus descaros. Un grupo de abogados probó que desde 2005, año en que el TSJ se declaró socialista, han sido dictadas 45.474 sentencias referidas a actos del Gobierno, en las salas Constitucional, Político Administrativa y Electoral. En ningún caso la decisión ha dejado de favorecer al sector oficial.
Al propio tiempo, avanzan con violencia y saña los planes para acallar todo signo de disenso y de prensa libre. La Ley de Responsabilidad Social de Radio y Televisión (Resorte), esterilizó a los medios radioeléctricos, a punta de cierres, sanciones y amenazas, directas o veladas. La censura y, peor aún, la autocensura, cunden, bajo un manto que ahora cubre a las redes sociales. La protesta social es criminalizada. La crítica desaparece.
Apenas se permite uno que otro programa de opinión solvente, para que exista una muestra, una estratégica sensación de tolerancia. Los medios optan por inhibirse, o hacerse los distraídos, banalizándose, con miras a no perder la concesión, o la pauta publicitaria. En cambio, el aparato estatal de comunicación, o más propiamente, de propaganda, se vuelve más poderoso y asfixiante, con su plataforma de más de 14 televisoras, decenas de radios, cuatro periódicos, más de 500 medios comunitarios.
Un estudio del director de posgrados en Comunicación de la UCAB, Marcelino Bisbal, señala que el conglomerado mediático estatal manejará en 2015 más de 3,61 millardos de bolívares. Eso es más de lo que percibirán el Poder Legislativo (2,60 millardos) y el Poder Electoral (2,68 millardos), en un año en que se prevén comicios parlamentarios.
Tiempos difíciles para el debate, para el libre juego de las ideas. Un desafío que el periodismo, y el país democrático, no deben eludir. Hacerlo, claudicar en el intento, ceder ante el abuso, sería facilitar la ignominia. Equivaldría a convertirnos en agentes de todo aquello que, por principio y en atención a razones de conciencia, negamos.