Uribana, dantesco (Editorial)

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En julio de 2011, el entonces presidente Hugo Chávez nombró ministra a la diputada Iris Varela, con el encargo de atender los asuntos de las cárceles en el país.

Poner a los centros penitenciarios a tono con la modernidad y el respeto a los derechos humanos, era toda una hazaña. Venezuela, y he aquí otro récord nefasto, es el segundo país con las cárceles más superpobladas en el mundo. También ocupa los primeros lugares en cuanto a violencia carcelaria. Allí bulle un oscuro submundo de mafias que compran sus privilegios a autoridades corruptas, con el dinero sucio que siguen produciendo a sus anchas desde las mismas cárceles, mediante sus operaciones de tráfico de drogas y armas, extorsiones, secuestros, sicariatos. Ese reino intacto de los pranes echa por tierra la ingenua creencia de que cuando un delincuente es puesto tras las rejas, en la calle hay un enemigo menos de la sociedad y de la vida en orden, en arreglo a las leyes.

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Era lo que Varela, se supone, iba a acabar. En adelante todo sería diametralmente distinto. En palabras de Chávez: “Vamos a convertir a la cárcel en un centro para transformar al hombre nuevo, para el socialismo y el amor”.

Un año y medio después, es decir, en enero de 2013, estalló una reyerta en la cárcel de Uribana que dejó 58 reos muertos. Fue una horrenda carnicería, cuyo vergonzoso tufo apenas se disipó con el anuncio oficial de que esa vieja edificación sería descartada, junto a todos sus vicios y sordideces propios de la Cuarta República. Se estaba erigiendo la Comunidad Penitenciaria Fénix, que sería inaugurada en octubre de ese mismo año, con toda suerte de consignas y cánticos de alabanzas a las bondades de una revolución que, al fin, daba al traste con tan denigrante cuadro y reivindicaba por siempre aquellos trágicos depósitos de desechos humanos.

Bla, bla. Una inspirada ministra Varela proclamó en esa ocasión que el nuevo régimen penitenciario, con reos pulcramente uniformados, planteaba, “entre otras cosas, el estudio y trabajo obligatorio en las cárceles”. El vicepresidente Jorge Arreaza agregaría, ajustándose al mismo tenor, que ahora “los privados de libertad pueden estudiar, trabajar, hacer cultura y música”.

Apenas ha corrido un año, desde ese tierno recital. 2014 cierra con otro desastre. Y eso es así porque la normalidad de un país no se decreta, ni una nación es más próspera mientras más leyes tenga, ni las instituciones pasan a ser otras simplemente por que se les cambie el nombre, o se les coloque la etiqueta de “socialismo”.

Fénix, o David Viloria, siguen siendo Uribana, así como nuestro signo monetario, el bolívar, no podría estar más maltrecho ni más devaluado, así se le haya bautizado “fuerte”. Trasladar a los presos de una cárcel a otra cada vez que alguna de ellas es pasto de la furia de su población, es, simplemente, correr la arruga, ciertamente una especialidad del actual Gobierno. Más allá de las excusas, de los silencios calculados y de toda la desinformación oficial, la atrocidad de lo ocurrido en ese penal todos estos días, ha explotado en el rostro de una nación a la que ya no le caben más desgracias, fatigas ni desesperanzas.

No basta que el director de Uribana esté preso. Reducir a eso la rectificación planteada sería una burla a los larenses, a la nación entera. Una terrible farsa. ¿Qué pasó con el hombre nuevo? ¿Dónde están el amor, el trabajo, el estudio, las partituras? Desde el poder se dijo que todo estaba “normal”, “bajo control”, cuando, según la versión del Gobierno decenas de presos morían intoxicados, o, en el decir de sus familiares, sufrían los estragos de un envenenamiento colectivo.

¿Se sabrá la verdad? ¿Cómo es que hombres familiarizados con la muerte y sus espantos, de repente deciden asaltar una enfermería para suicidarse, en masa? ¿Podemos esperar que alguien lo aclare, científicamente? ¿Cómo es que los presos toman el control del penal y lo mantienen durante varios días? ¿Por qué, por ejemplo, uno de los reos llama por teléfono a sus familiares para decirles que estaba “feliz” porque lo trasladarían a Tocorón, y luego su cadáver aparece en la morgue del hospital central? ¿Es verdad que a los presos les daban comida podrida? ¿Son ciertas las fotos difundidas por sus allegados, en que ellos muestran signos de tortura? ¿Por qué a las madres las reciben con bombas lacrimógenas cuando buscaban información, desesperadas? Eso, de ser cierto, desmonta en forma aparatosa el mundo feliz del “nuevo” sistema carcelario. Eso, cuando menos, es difícil de explicar, y de entender.

Uribana, y con él todo el sistema penitenciario, sigue siendo un infierno, una miserable universidad del delito. Un cuadro digno de Dante.

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