Los niños de aquel pueblo, con la candidez pintada en la cara, disfrutaban de un mundo sano porque estaban libres de medios audiovisuales. De éstos sólo conocían una pequeña sala de cine, abierta los fines de semana en horario vespertino, donde se proyectaban películas en blanco y negro con alentadores mensajes de vida.
En el mismo pueblo, desde un limpio patio de tierra y árboles, aleteaban sonoras campanas con la cita de la escuela a sus clases mañaneras. Acudían los niños, alzando velos de amaneceres, a encontrarse con la sonrisa de su maestra. Afuera el tricolor se dejaba mover por el viento junto a sus siete estrellas que sonreían. Se oían voces blancas ensayando himnos de solidaridad:
Un canto de amistad,
de buena vecindad,
unidos nos tendrán eternamente,
por nuestra lealtad…
En los niños las tardes eran para jugar pelota, para bañarse en el río, para hacer una casa en el aire en un mundo que permitía crecer. Un mundo no contaminado, viendo bandadas de pericos sobre tiernos maizales en ruidoso vuelo que burlaba los brazos abiertos del espantapájaros.
A la hora del crepúsculo el pueblo convocaba todas las sombras y fabricaba sus noches. El sosiego nocturno tenía su reino, el amor el suyo. Entonces no existía ese aparato cara de vidrio llamado televisión, y esta libertad permitía a las luces de la fantasía ir a caminar saltando sobre claras aguas de manantial, de piedra en piedra, metiéndose luego en las ramas de los bosques, en la cueva de los duendes, en el paño suelto de los fantasmas. Después aparecían los héroes cabalgando el viento, las muchachas quebrando el hechizo de las brujas, los ermitaños construyendo refugios para cobijar la soledad.
Se sentían los pasos del río sobre el cristal de su cauce, día y noche, cumpliendo el viaje de siempre: ir más allá de la montaña, atravesar valles, juntarse con otros ríos y llegar al mar. El mar jamás había sido visto por alguien del pueblo; sólo existía en la imaginación, en esos momentos cuando se abrían ventanas de sueños para recrearse en la lejanía.
De manera espontánea los niños eran poetas con brillo en la palabra. Recitaban versos tejidos con los colores del arco iris:
Ayer salí por allí
en busca de la fortuna,
encontré rayos de sol,
par de estrellas y la luna,
y un pedazo de lucero,
trepando hilos de lluvia.
Pero un día llegó al pueblo la televisión y en su menú predominaron películas de violencia, cuñas de consumismo, historias truculentas, concursos chabacanos, largas cadenas y agrios discursos politiqueros. Ese mal uso mediático empezó a cambiar la sencilla costumbre de vivir allí. Entonces no hubo más tiempo para la obra constructiva. Todo se fue descuidando.
Se acabó la convocatoria de campanas en las escuelas, desaparecieron los maizales, no se plantaron más árboles y los ríos, fuente de vida en todas las rutas, empezaron a ser débiles hilos de agua sucia. A muchos creadores se les durmieron las ideas. Y la expresión poética, con sus realidades y sus fantasías, dejó de existir en la palabra de los niños. Quedó cerrada la ventana de los sueños.