Desde 1961 hasta el 9 de noviembre del ’89, Berlín estuvo dividida por un muro de ciento sesenta y ocho kilómetros de largo, empalizadas de una altura media entre 3,40 y 4,20 metros; 44 kilómetros y medio de valla metálica y medio de fachadas de antiguas casas, 300 torres de vigilancia, 31 puestos de operaciones, 259 kilómetros de zona de patrullaje con perros y 20 búnkeres. Dos meses antes de su construcción, Walter Ulbricht afirmó sin que le creciera la nariz que «Nadie tiene la intención de construir un muro».
El Muro visibilizó de manera brutal el acuerdo político que a finales de la II Guerra Mundial, hicieron los aliados. Transcurrirían 28 años para su caída, motivo de celebración hoy, 25 años después en una Alemania reunificada cuya historia desde el ascenso del nazismo, incluyó divisiones y silencios profundos.
La televisión alemana ha mostrado innumerables reportajes en donde prevalece el testimonio anecdótico, personal e íntimo, que al sustituir al histórico, le coloca una buena carga de afectividad y sentimiento. Quizás la exclusión de análisis rigurosos obvia el alcance de los acuerdos entre las grandes potencias unidas en contra de Hitler, el silencio cómplice de los ciudadanos alemanes ante los desafueros nazistasy la culpa colectiva. Elementos que facilitaron la aceptación de la división de Berlín, que también alcanzó la topografía del alma alemana. Un lado se desarrolló al ritmo del capital y el otro pasó sin transición, del fascismo, la guerra, los campos y bombardeos, a la ocupación por parte de la URSS y la separación de familias y amigos.
Durante 28 años, la RDA olía a gasolina barata y carbón. Su gente vio todos los días la imagen de los eternos dirigentes del partido, en pancartas y banderas rojas que reluciansobre el gris de calles y edificios. Sólo oyó taconazos de botas, ladridos de perros y gruñidos y ásperas órdenesde los guardias de frontera. Muchos habían sufrido en otras tierras y en otras épocas, maltratos de represiones en países de la órbita de la URSS.
El 9 de noviembre de 1989, sus habitantes observaban lo inimaginable: todo el mundo saltaba arriba del muro sin que los guardias les dispararan. Los cambios políticos que venían dándose en la URSS, propiciaron que la equivocación del Jefe de prensa de la RDA al leer sin su aprobación definitiva, la resolución de permitir el paso de un lado a otro y el subsiguiente caos informativo que frenó la orden de disparar, aceleró lo que venía gestándose. Ese día Berlín era una fiesta, un mar de gente que pasaba del este al oeste en medio de abrazos y llantos colectivos.
En la fiesta de esta semana, los globos de luz marcaron la ruta del antiguo muro a las nuevas generaciones en un intento de olvidar para recordar sólo lo que los una. Nooteboom, escritor holandés que vivió en ambos lados afirma: “La Historia es invisible, porque suele suceder muy despacio, y la conciencia humana no está preparada para captar ciertas lentitudes, igual que el ojo no ve por encima o por debajo de una franja muy estrecha de longitudes de onda. Pero de vez en cuando, cuando nadie lo espera, la historia se acelera y se vuelve visible, cegadora en su ímpetu”.