Escribe Juan José Caldera, con prólogo de su hermano Rafael Tomás, académico de la lengua, un libro testimonio sobre la vida de su padre, el ex presidente venezolano Rafael Caldera. Y da cuenta de la presencia a su lado de una mujer hecha dignidad y de origen corso, Alicia Pietri Montemayor, «compañera de vicisitudes» como la llama el mismo biografiado en una de sus obras fundamentales, Moldes para la fragua, publicada en 1962.
Juan José, quien es diputado y fue senador por el estado Yaracuy, donde nace su padre y en el que a la sazón también ejerciera como gobernador, aclara que no escribe una biografía ni un libro de historia; pero, como lo aprecio, narra cronológicamente con pluma diestra, enlaza fechas y vuelve sobre ellas con ritmo en la medida en que avanzan sus trazos, argumentando sin especular y apelando siempre a las fuentes documentales.
Anda y desanda pasos para refrescar la memoria colectiva, sobre todo la de una opinión pública que como la nuestra, la venezolana, mineraliza percepciones, consejas, creencias que corren de voz en voz y nada tienen que ver con la realidad de los sucesos oficiales.
Muestra -es testigo de excepción- cómo se cuecen y hacen los verdaderos hombres de Estado -su padre es uno de ellos- destacando el valor de la paciencia, del estudio, el compromiso con los ideales, sobre todo el sentido de la oportunidad – cosa distinta del oportunismo- para navegar en medio de las aguas encrespadas, mirándolas y enfrentándolas por encima de los traspiés e intentando conservar siempre el norte, los intereses superiores de la patria como tarea existencial que no se agota en lo momentáneo.
Alguna vez afirmé que así como Rómulo Betancourt, hombre ilustrado, se hace a puñetazos sacando del calor de la refriega las enseñanzas que luego moldean a sus ideales democráticos, Caldera se aproxima a la realidad aferrado a principios trascendentes que toma del magisterio de la Iglesia e intenta insuflarlos como en el quehacer de nuestra república civil en el siglo XX, incluso a contracorriente, que es lo propio de los líderes; cosa distinta del deshacer de quienes se aproximan a la diatriba ciudadana en calidad de candidatos, como sirvientes de la opinión pasional y no como sus constructores.
Debo decir que Mi testimonio, título de la obra que desde ya circula, es, dentro de sus características, la autobiografía esperada y que no llega de manos del propio presidente Caldera, autor, no obstante, de una amplia obra escrita que inicia a temprana edad, cuando sin cumplir los 20 años recibe ya los honores de la Academia Nacional de la Lengua por su texto sobre Andrés Bello. Nos deja como legado último, sí, su testamento político y el libro Los causahabientes, que algunos, de buenas a primera, aprecian de insuficiente pero que al releerlo, también dicen que sólo pudo escribirlo un estadista cabal.
El ex presidente, padre de la democracia cristiana continental y copartero de la democracia venezolana, deja el poder a los 83 años y fallece a los 93. Hasta ese instante priva en sus decisiones – me consta como su secretario presidencial y ministro – el cuidado celoso de los intereses superiores de Venezuela, acertando o errando como lo reconoce; al margen de sus humanas debilidades o de sus legítimos afectos, que sólo decanta en la estricta privacidad.
Prefiere echar tierra sobre los desencuentros de la brega cotidiana para darle vuelo a las enseñanzas que mejor ayuden al porvenir de los venezolanos. Y quizás por eso deja en reposo sus vivencias y su monumental archivo epistolar y político, evitando atizar las pasiones en una hora crucial para la vida del país, que coincide casualmente con el final de su vida. Opta por soportar las incomprensiones y las más injustas agresiones, con estoicismo y admirable resignación cristiana.
Como líder y constructor que fue, insobornable en las convicciones, Caldera supo que el costo de su amor por Venezuela, es evitar la cultura del collage y las medianerías del clientelismo, por lo que carga sobre sus hombros el equívoco señalamiento de soberbio. No adelanto sobre el contenido del libro de Juan José, cuya mejor virtud es contar lo esencial sin huirle a los asuntos más polémicos que rodean la vida intelectual y de Estado de su padre.
Sin zaherir, eso sí, pone el dedo sobre la llaga.
Saludo que en un momento de pérdida de nuestras certezas históricas, ahíto de reconstrucción de lazos que nos devuelvan el sentido de sociedad como venezolanos, tres hombres forjados dentro del ideario social-cristiano contribuyan con seriedad, sin ánimo subalterno, con ese propósito: Del pacto de puntofijo al pacto de La Habana, de José Curiel; Venezuela, raíces de invertebración, de Pedro Paúl Bello; y Mi testimonio, motivo de estas notas.