Corría 1965. Me encontraba en casa de mis tíos Crazut López, ubicada en la calle 30 entre carrera 19 y avenida 20. Mi primo Rangel Crazut López era un gran amigo de aquel barbudo y enigmático personaje que jugaba ajedrez a horas inverosímiles: a primera hora de la mañana; durante el almuerzo o cuando todos se acostaban. Hablaban largamente y reían. Horadaban el tránsito de las piezas entre sorbos de brandy o coñac. Mientras mis seis años recorrían con un carrito de latón un pasillo enorme, que conducía a la calle 30 o avenida 5 de Julio. Allí vi por vez primera a José Manuel Briceño Guerrero, llamado Brigue, mejor amigo de mi primo Rangel.
En la esquina de mi casa materna quedaba el bar Arenas regentado por unos portugueses encantadores de apellido Nóbrega. Allí conocí al abogado Amador Briceño, hermano menor de José Manuel, quien antes de litigar se despachaba dos blody mary a primera hora de la mañana.
Regresaba de los tribunales y celebraba desde un título supletorio, hasta un cambio de fecha de nacimiento. Su Fairlane azul dos puertas pagaba parquímetros por horas cuando se instalaba en cualquier bar de los que abundaban en la zona. Entre sus discursos etílicos mucho antes de leer al viejo, supe que provenía de una tradición de rapsodas gracias a su extraordinario sentido del humor.
A José Manuel lo leí con pasión disidente. Sus reflexiones hacían migajas de un país infértil, que a la vez gestaba todo; hasta la independencia del continente. Su cuestionamiento al Estado es la de un humanista, no la de un político, sin carecer de contenido. Nunca fue “bien visto” por sectores tradicionales de la izquierda, menos de gobierno alguno. Su discurso ante las Academias en ocasión del bicentenario del nacimiento de Bolívar es una pieza magistral donde entrompa al Estado con sus ideales viscerales: ser una nación, un país. ¿Cuál nación? ¿Qué país celebramos? Se preguntaba entonces y las respuestas quedan en el aire. La vigencia de su llamado, de su análisis retumbará por largo tiempo en la memoria de nuestra nación.
En el año 2006, la Fundación Fototeca de Barquisimeto presentó una retrospectiva de la obra del fotógrafo yaracuyano Enrique D´Lima Domínguez en el Museo de Barquisimeto y allí gracias a la intermediación del hijo del fotógrafo cuadramos el que sería el primero de varios encuentros con el maestro; el viejo; brigue. En esa ocasión disertó sobre la amistad que lo unía al expositor y pudo ver su obra a la manera de un libro según narró.
No por casualidad entre un abanico de opciones de las cuales disponía, eligió al Centro de Historia Larense, y a la Fototeca en negritas, como espacio para presentar su libro 3 x 1 = 4, el 26 de septiembre de 2013, el cual fue un extraordinario acto donde estuvo ausente la Academia y la rimbombancia petulesca que la suele acompañar; ni se acordó que había sido el primer galardonado con un Doctorado Honoris Causa otorgado por la UCLA. Allí estaban quienes debían estar, para que su verbo nostálgico retumbara en los cimientos de la plaza Lara. En esa obra, particularmente desnuda el ombligo que lo ataba a la tierra larense. Bastaría decir que su inquebrantable amistad lo llevó al término del regazo. Brigue, el viejo, José Manuel murió en nuestros brazos.
Más de una vez convenimos encontrarnos en su casa y nunca lo logramos, apenas le serví de agente, pues aquí se reencontró a través de la fotografía con esa otra mirada que serviría de puente con sus ansias de saber, encontró una historia que prometió contarnos pero tardíamente supo de ella y no logró el tiempo de contarla. Paz, serenidad y sosiego se guardaba tras ese dramático discurso que nos aquejumbraba en medio de nuestras miserias. Sólo él pudo leer a China en un soplo y en septiembre de 2013, hace poco más de un año vino y dialogó con los árboles, la calle, la plaza y una muchacha que sujetaba su falda del viento. Y hoy duerme, en nuestros brazos, duerme un muchacho que aprendió de griegos y latinos mientras las tres torres permanecían en pie y se jugaba al laberinto en ellas.
Un griego
El mundo occidental como lo conocemos ha sido y es una invención del
espíritu clásico griego. Su pensamiento abarca todos los quehaceres de
nuestra vida, lo sepamos o no, estemos conscientes de eso o no. La ingeniería
como la conocemos hoy no existiese (y así otras ramas o disciplinas) si en
Grecia no se hubiesen desarrollado las ciencias puras. Los politólogos no
tendrían de qué vivir si Platón, y luego Aristóteles, no hubiesen sentado las
bases de la Política (esto es, el vínculo que liga a los individuos y forma el
Estado) como ciencia. No existirían los automóviles, esos formidables aparatos,
que permiten movernos de un sitio a otro, de una ciudad a otra, sin el desarrollo
de la tecnología del hierro con la que fabricaron los carros tirados por caballos,
que tanto gustaba Homero de exaltar en la Ilíada, y que facilitó al mundo
helénico expandir su poderío por todo el mediterráneo.
La filosofía también es una invención griega. El filósofo o filósofa actual,
sometido a los avatares de la vida moderna, que hace su aparte para
adentrarse en el mundo de la reflexión, debe saber que ese momento es
griego. Hay filósofos que sólo son griegos al momento de filosofar. Hay otros
que parecen griegos todo el tiempo, aunque no hayan vivido y mucho menos
nacido en ese pasado antiguo. Conocí uno cuando yo era estudiante de la
Universidad de Los Andes y me encontraba cursando el primer semestre
de Literatura Hispanoamericana y Venezolana. Habíamos convenido con el
profesor de Literatura Clásica un conjunto de exposiciones y discusiones sobre
obras y autores griegos para ser desarrolladas en clases, y al grupo donde me encontraba asignado le correspondió La República de Platón.
Nos pusimos a trabajar sobre la marcha, repartimos por igual las actividades, conscientes de que era necesario indagar más sobre el mundo griego, al que sólo habíamos accedido por un costado, a través de trágicos como Sófocles, Esquilo, y de poetas como Homero y Hesíodo. Lo ideal era tener a la mano una buena bibliografía sobre el tema, para lo cual fuimos a
parar a la sala de ficheros en busca de posibles nombres de autores y títulos,
y luego a la sala de préstamos de la biblioteca a concretar el hallazgo. De los
libros que pudimos obtener me correspondió uno que llamó la atención por su
título: ¿Qué es la filosofía? De eso se trataba nuestra búsqueda, si íbamos a
estudiar a Platón, lo sensato era hacernos de un conocimiento más amplio que
lo meramente encontrado en los diccionarios a los que siempre acudíamos y
terminaban en decir: “Filosofía es amor a la sabiduría”.
Pude apreciar su volumen que no alcanzaba las treinta páginas, grapado
a la mitad a manera de folleto, lo que me permitió leerlo en una sentada. Su
autor José Manuel Briceño Guerrero, nacido en el estado Apure en 1929. Para
la época en la que lo conocí debía tener unos sesenta años. Fue con motivo
de una visita que le hiciéramos a su oficina ubicada en uno de los edificios que
se encontraba frente a la Facultad de Humanidades. Ahí tenía su espacio de
reflexión, su sitio de trabajo, el lugar donde atendía un número importante de
alumnos que a diario lo solicitaban, es decir, ahí tenía su academia.
La primera impresión que me dio al verlo fue un poco extraña. De no haber
leído en alguna parte que Platón debía su nombre a su espalda ancha, hubiese
creído que estaba frente a su reencarnación. Su barba poblada, larga, su
mirada profunda y su actitud solemne me hicieron pensar en las tantas veces,
en las que recreamos el mundo antiguo, viendo las fotos impresas en los
diccionarios enciclopédicos y libros de historia universal.