Mas que del cine, hablaremos de las películas. Desde que se inició el cine, las películas gozaron de una ingenua aceptación. Los asistentes aquellas improvisadas salas de proyección todo lo admitían: incomodidad de los asientos que fueron rústicas sillas y largos bancos de madera. Los toques de llamada para entrar al cine se repicaban en un riel colgante que el viento mecía, que se golpeaba con un pedazo de tubo. Al aire libre todo, el local apenas tenía techado el palco. La película en la proyección a cada instante reventaba y había que detenerla. Las estampas de treinta y cinco milímetros de los “cuadros” de la cinta eran muy cotizados, tanto por los más pequeños como por los zagaletones, que con sobrado entusiasmo las coleccionaban. Fue entonces, un encantador trofeo. En las mañanas el operador del proyector se ocupaba de una rústica edición que consistía en recortar de la cinta aquellas escenas, que a su juicio, estaban deterioradas. Esas escenas eran para los muchachos los llamados “cuadros”.
Las proyecciones se hacían por las noches; la luz eléctrica llegaba a las seis de la tarde. Cuando había luna llena, en la pantalla se blanqueaban las imágenes, a tal punto, que prácticamente se invisibilizaban. Cuando llovía, además de la mojada de los asistentes, la lluvia entre la pantalla y el espectador, agregaba cortinas para fraccionaban las imágenes.
Todos estos martirios y sufrimientos se aceptaban con el mayor embeleco porque lo que importaba era la película. Las imágenes se consideraban asombrosas. Se veía la película en estado de asombro, porque era inconcebible que en una tela plana, la pantalla, las imágenes se vieran tan reales como si fuese la misma realidad. Con ellas, la humanidad psicológicamente adaptó a sus conductas, la conducta de sustituir la realidad por la ficción. Había surgido, sin proponérselo, el amor por las películas. ¡Claro! Esto le sucedía a aquellos seres que podían comprar entradas, que podían pagar el real o el bolívar para “entrar al cine”. Los muchachos, con un mediecito pedido a cualquier señor, accedían a un asiento en un banco de los de “Gallinero”, y gozaban desde allí su felicidad.
Después, en alguna esquina, gran parte de esa gente: muchachos y mayores, con un reducido “público cebado”, contaban las películas. Hubo, pues, en aquel entonces, los contadores de películas; eran narradores orales sin entrenamiento en las peripecias de echar el cuentocon todos los detalles.
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