Arturo Sosa, fino historiador, jesuita de militancia social, cabeza de las instituciones internacionales de la Compañía de Jesús, entre éstas la Pontificia Universidad Gregoriana cuyas puertas traspasé como cursante breve a inicios de los ’70, desgaja con bisturí y destreza la situación política y social de Venezuela. Lo hace durante una charla que corre por las redes y tiene lugar en Medellín, recientemente.
Es el primero de nuestros intelectuales – lo digo sin obsecuencias – quien rompe con la trinchera y dibuja con seriedad, en lenguaje elemental, con fundamentos teóricos y vivencias, los males que nos aquejan y los desafíos pendientes.
Sus enseñanzas y conclusiones, no obstante, me merecen comentarios o notas al margen, pues se trata de un vuelo vertebral pero rasante. Es breve su lúcido resumen oral.
Traza las bases para un primer diálogo entre los venezolanos, que yo me atrevo a atajar, resumiéndolo y preguntándole a la vez por esta vía, pues soy convencido de que el primer diálogo, si llega ha de tener lugar entre quienes discrepamos del régimen imperante, suerte de autocracia electiva y primitiva, y que no nos entendemos por ahogados en las urgencias y atrapados por agonía de nuestros lazos sociales.
Lo primero que afirma Arturo es que somos una sociedad herida y resentida. Ello dificulta nuestra ausencia de capacidad para el debate público, para la reflexión que supere los prejuicios y genere espacios para lo político y el encuentro. Es una verdad medular, como lo creo, que mal afecto si agrego que tales heridas y resentimientos – existiendo ellos para 1998, entre las élites – no son evidentes hasta cuando las exacerba y lleva al paroxismo, deliberadamente, Hugo Chávez. Relaja con saña nuestros ya maltrechos vínculos afectivos para instalar, en su defecto, una cultura ajena y extraña, revanchista. Cuba y las FARC, con su contracultura, hija de la muerte, son el ébola, el mal absoluto que nos contamina como virus desde entonces.
Dice Arturo sobre la necesidad de caracterizar sin equívocos nuestra realidad. Observa un sistema de dominación sin legitimidad, negado a los consensos, militar-cívico y no a la inversa, donde la conservación del poder se hace por lo mismo agonal. Es la única razón de la lucha, por la posesión de un Estado que no necesita de la sociedad sino del petróleo para sostenerse, pues es el Hilo de Ariadna que aún ata a las mayorías – el rentismo – y facilita la dominación política, oculta tras el manto de la justicia social. Un Estado centralista rige entre nosotros, dice Arturo, que se confunde con el gobierno y éste con el presidente, como suerte de monarca tropical; lindando por ende con la dictadura.
Nos describe como una realidad en la que se hace vigente la tiranía de las mayorías, eso que los griegos llaman oclocracia y mata a la democracia. Incluso así no avanza para calificar al régimen de modo terminante y apenas sugiere que muestra síntomas que hablan de ausencia de democracia. Y esa caracterización incompleta, que es central, condiciona lo que sigue.
Dice Arturo que hay ausencia no de oposición, que se reúne en negativo, sino de alternativa opositora; diría yo, que hay ausencia de cosmovisión o narrativa compartida. Agrega que sus expresiones más significativas corren sobre rieles opuestos: Uno, el representado por la “salida” de la dictadura, pues no abandonará “su” poder por la vía electoral aun cuando finja elecciones. Otro, el de quienes predican “con paciencia y saliva” alcanzar la democracia, conquistando para ello una base social que la soporte.
Arturo sostiene que enfrentar la dictadura hasta que se derrumbe arriesga llevarnos a una dictadura militar (¿?), inconveniente; en tanto que luchar democráticamente, hasta vencer, sería lo correcto. No es optimista, sin embargo, en uno u otro sentido.
Lo que sí aprecio de raizal en su discurso y bien explica su aparente contradicción o duda al resumir su aguda premisa, es la confesión que hace luego a bocajarro: Una mayoría de los venezolanos no cree en la democracia, menos la clase media.
Hoy, mi amigo jesuita, preocupado por la reacción estudiantil, saca del desván y vuelve a releer – afirma – la literatura positivista de los plumarios del gomecismo.
En fin, ajusta que la urgencia del diálogo, antes de que nos anegue la violencia, tiene un obstáculo mayúsculo, la falta de confianza en la palabra por las heridas y resentimientos incubados. Yo agregaría que la limitante es la prostitución de la palabra, sin la cual no hay diálogo con destino. Chávez y los suyos se apropiaron del diccionario de la democracia y lo han reescrito. Libertad equivale a servidumbre y pluralismo significa hegemonía comunicacional, sistema de dominación, pero de conciencias y su corrupción.