En todos los tiempos históricos y latitudes geográficas han habido pandillas delictivas, con distintas etiquetas. Algunas llevan barniz político, pero todas comparten dos rasgos: La cobardía de sus acciones y el espíritu mercenario.
El uso abusivo de la fuerza contra personas indefensas es común a todas las gavillas criminales del mundo, como quiera les dé por llamarse, carguen dagas o monten motos.
Al histórico bandidaje colombiano -por ejemplo- ahora se le dice FARC ó ELN, pero la cobarde manera de actuar es análoga a la de los forajidos de antaño, con quizás mayor sevicia.
El otro factor común a las mafias facinerosas es su carácter mercenario, integradas como están por individuos de ínfima catadura moral. De allí que usar bandas de malhechores como instrumento político a la postre se vuelve acto suicida. Larga es la lista de emperadores romanos depuestos o asesinados por esa impredecible Guardia Pretoriana, inicialmente creada para custodiarlos.
Aún más peligroso para la sociedad es insertar una camarilla maleante dentro de sus fuerzas armadas institucionales. Solo hay que recordar la narco-dictadura de Manuel Antonio Noriega en Panamá; o esa gavilla de altos oficiales que en Guatemala dirigieron una sangrienta ola de secuestros.
Todo régimen prepotente que se erige sobre una gran piñata de fondos en apariencia inagotables lleva por dentro las semillas de su propia destrucción: Porque es falso que la conciencia se compra…meramente se alquila. Arrendarse por una pensión o un Toyota siempre es con fecha de vencimiento, pues quien se vende una, se vende mil veces.
Por eso es la vieja recomendación criolla de jamás creer en amor de prostituta ni amistad de policía. Y es, justamente, sobre esos dos interesados «pilares» que descansa toda la «fuerza» de un régimen depravado. Cuando el botín es la verdadera raíz del poder, lo que es bueno para el pavo lo es también para la pava.
A lo largo de la historia toda revolución eventualmente degenera en un vulgar «quítate tú para ponerme yo», y entre delincuentes sin honra nunca faltará quien diga: «Yo lo hago mejor que ese inepto». Por eso lo último que suelen ver los ojos de quienes crían cuervos es el rostro de quien los remata a traición.
Cuando en un proceso político se caen a tiros entre ellos mismos, ya pasó de ser «causa» a convertirse en desparpajo, por mas verborrea roja que vomiten – y ante un estercolero tal la sociedad decente debe mantener la calma y tener siempre presentes las sabias palabras de Napoleón: «Jamás interrumpas al enemigo cuando se está equivocando».