La elegancia de Ramón Guillermo

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Conocí a Ramón Guillermo Aveledo en primer grado y es mi amigo desde entonces. Por eso, creo que puedo dar fe de su formidable trayectoria y de sus cualidades. No voy a repetir lo que muchos –con razón y justicia- han expresado acerca de su brillante desempeño como actual dirigente de la unidad y la concordia. Suscribo las expresiones que destacan su moderación (también su firmeza) y el pedagógico sentido de su renuncia a la Secretaría Ejecutiva de la MUD, presentada al final de un discurso memorable que demanda varias relecturas. Aunque el tópico de la modestia recomienda no incurrir en el elogio a los hermanos (Ramón Guillermo lo es para mí), en esta ocasión voy a desoírlo y compartiré estas breves líneas sobre algunos de sus dones.

Comienzo con lo que podría llamarse la fidelidad a una vocación. Ramón Guillermo sintió desde muy temprano el llamado de la política y se preparó con entusiasmo para asumirlo a plenitud. Corrijo: inició una permanente preparación para el buen ejercicio de ese llamado cívico. Su inteligencia y su cultura (ambas elevadas y vastas), le han servido para cumplir a cabalidad un ideal político. Escribo esto a sabiendas de que parecen lugares comunes, pero con la seguridad, de que, lastimosamente, no lo son. No es frecuente afrontar una vocación como la política, con la integridad moral con la que Ramón Guillermo Aveledo lo ha hecho, alejado por completo de los estereotipos que genera el pragmatismo. En alguna ocasión comentamos un magnífico ensayo de Ortega y Gasset, acerca de Mirabeau. Acabo de volver a esas páginas para hacer esta cita que se aviene con mi amigo: “…el político ideal sería un hombre que, además de ser un gran estadista, fuese una buena persona”. Y es de eso de lo que estoy hablando cuando me refiero a la fidelidad a una vocación y, sobre todo, al cultivado y responsable ejercicio de la misma.

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En tiempos de discordias y de enconos, se hace más visible -por escaso- otro de los atributos de Ramón Guillermo: la serenidad, tan necesaria hoy en un país reñido con el sosiego. Poco hacemos con la lucidez de un análisis dirigido a explicar, entre otras cosas, la crispación que nos avasalla, si en la práctica no se alcanzan la forma y los modos para reconocernos y construir, antes de que sea tarde, los espacios para el reencuentro. Esa es tarea de todos, y no realizarla comporta graves riesgos. No hace mucho Ramón Guillermo citó a Julián Marías y nos recordó, con base en la sangrienta experiencia española, el ominoso horizonte que nos amenaza, de seguir empecinados en nuestras mutuas  ignorancias.

Si bien son muchos más los dones que podemos mencionar de Ramón Guillermo, mencionaré, para cerrar estas líneas, uno que podría resultarle banal a quienes se queden en cierto uso superficial del mismo: la elegancia. En un país que ha perdido las formas (lo cual es un serio problema de fondo), ser elegante no es nada menor o baladí. La elegancia es una virtud del alma, como escribió alguna vez Guillermo Sucre, uno de nuestros mejores ensayistas. Por ser del alma, es un privilegio ahora no tan extendido. Nos impide el odio y nos permite la casi extinta higiene del buen trato. Ramón Guillermo posee elegancia y la lleva, no sólo en sus maneras, sino –y sobre todo- en su expresión suprema: la decencia familiar y ciudadana.

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