El humanista inglés Tomás Moro, canonizado por la Iglesia católica y nombrado patrono de los políticos y gobernantes buenos, escribió su célebre Utopía basado en los relatos que deslumbraban a la Europa medieval sobre los hallazgos del navegante Américo Vespucio, en sus viajes hacia este primitivo lado del mundo.
En esa obra literaria fundamental por múltiples razones, Moro describe una comunidad ideal, justa, armónica, un retrato a partir del cual traza críticas a la sociedad inglesa. En ese mundo del «no lugar», inexistente (utópico, se acuñaría a partir de Moro) no existe propiedad privada, ni siquiera de la vivienda.
Al carecer de dinero, que fue abolido, no aflora la especulación. El trabajo es valorado, especialmente el manual y la agricultura. Las leyes son pocas, pero se cumplen. Los habitantes de aquel asiento maravilloso, patriarcal, no creen que su religión o su forma de gobierno sean perfectas. Aceptan con llana humildad su revisión. Y Moro, cuando el impacto de su obra hizo reflexionar, o soñar, a los europeos, sobre si era posible copiar ese modelo y hacer carne la utopía, respondió lacónico, incrédulo: «Lo deseo, mas no lo espero».
Mediante un salto en el tiempo hasta nuestros días, tropezamos con la escena del presidente Nicolás Maduro en la 69º Asamblea General de las Naciones Unidas, en su tarea de advertir a los líderes del planeta sobre las terribles desviaciones que observa en el mundo actual. Ajustándose, con notable esfuerzo, en una amplia sala casi vacía, al guión de su antecesor y mentor, parecía el cronista de una realidad lejana, difusa, ajena.Pero, a diferencia del Moro inglés, el fabulador tropical (su segundo apellido, casualmente, es Moros) hablaba de su propio país, de un territorio real, y, además, gobernado por él, sin cortapisas ni límite alguno.
Es decir, no recogía los ecos de los delirantes cuentos de viajeros. Lo impresionante es que él mismo se fue, con un grueso séquito, hasta la sede de la ONU, en Nueva York. En el centro comercial y financiero del Imperio expuso sus teorías ante los representantes de los gobiernos del orbe, sin temor a ser acusado de intromisión, ni de conspirador.
En la Cumbre por el Cambio Climático censuró los «patrones consumistas» del capitalismo. Su utopía, que anuló al Ministerio del Ambiente, al adosarlo al confuso y partidizado Ministerio del Poder Popular para el Ecosocialismo, Hábitat y Vivienda, tuvo como respuesta ante el consumismo capitalista las desgastantes y humillantes colas en que la gente busca atropelladamente los alimentos y medicinas que los controles y abusos de funcionarios amparados en su poder discrecional, hicieron desaparecer.
El mandatario clamó por la «refundación democrática» de la ONU. Su Carta es violada, dijo. Subrayó que vivimos en un mundo multipolar, esto es, diverso, plural. Se condolió de los estragos del ébola en África occidental. Aseguró que Venezuela ha rebasado los Objetivos de Desarrollo del Milenio, y se vanaglorió del logro de una educación fortalecida en todos sus niveles, gratuita y de calidad, salud plena, y crecimiento del empleo, con seguridad social garantizada. Abogó por la libertad del puertorriqueño Oscar López Rivera, a quien describió como «un preso político cuyo único delito es defender su patria». Y acusó a los sistemas económicos que imponen regímenes políticos y someten a los pueblos.
Maduro discurseaba en solitario sobre un mundo que deforma con las maquilladas cifras arrojadas a destiempo por «su» BCV, que cuando no le gustan las manda a cambiar. Ignoró a un país cuyas cárceles están atiborradas de presos políticos, estudiantes y hasta amas de casa «cuyo único delito es defender su patria».
Cerró sus ojos ante el avanzado deterioro de hospitales y escuelas. Pasó por alto que su policía y sus tribunales persiguen a los médicos que alertan sobre el dengue y la chikunguña, ya con brotes autóctonos, y a los medios de comunicación que lo reseñen. Desestima la gravedad de la epidemia, pero nombra a un Alto Mando para combatirla. Habló de empleo cuando bajaba su santamaría otra empresa, Clorox, y el Gobierno, como en el despliegue de una proeza, la tomó, y simultáneamente condenaba a la quiebra a los comerciantes del Mercado Terepaima, pese a todos los antecedentes que ofrece la funesta práctica de la militarizada confiscación de la propiedad privada.
Terrible desconexión con la realidad. Es una utopía que no plantea un sueño, la admirable lucha humana por hacer realidad cuanto se nos antoja inasible. La idea no es hacer carne una ilusión. Plantea, en cambio, partir de la evasión, sumirnos en la negación, en el engaño, en la excusa eterna. Suena gracioso, pero no deja de ser inquietante: Cuando Barack Obama pidió la liberación de Leopoldo López, el fabulador de nuestra utopía comentó: «Creo que él vive como en una burbuja».