Reacciones obcecadas

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Ya el país sabe a qué atenerse.

A fines de agosto, cuando la nación entera se encontraba a la expectativa ante las medidas que podría abarcar el “sacudón” anunciado por el presidente Nicolás Maduro, el entonces canciller Elías Jaua soltó una frase que frustró la esperanza de cambio que, en materia económica, no sólo lucía conveniente, sino inaplazable: “Hemos cometido errores, pero no vamos a rectificar”.

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Los hechos confirmaron esa tozudez oficial de no rendirse frente a las evidencias de un desastre. Venció la propensión gatopardiana de cambiarlo todo para que nada cambie. Más allá de las sordas pujas internas por cuotas de poder, luego del fatuo “sacudón” siguen sin ser atacadas las causas que moldearon los desajustes estructurales en casi todas las áreas de una economía que tiene rato produciendo señales de alarma. Sólo se embisten las consecuencias.

Los controles de precios fracasaron. Este es un fenómeno, por cierto, estudiado hasta la saciedad y sus perniciosos efectos a lo largo de la historia están perfectamente demostrados. Aunque parezca una exageración, un estudio de Robert Schuettinger y Eamonn Butler ubica los primeros atisbos de este equivocado método para combatir la inflación, en el babilónico Código de Hammurabi, hace más de 4.000 años, que dio al traste con la actividad económica y comercial. Otro antecedente se da en pleno Siglo de Oro de Atenas, donde el Gobierno creó un ejército de inspectores con el encargo de cuidar que los precios de los granos fueran los justos”. No bastó la pena de muerte, en algunos casos aplicada a los propios inspectores. Los precios siguieron subiendo y la oferta cada día era menor.

La realidad hoy en Venezuela es que soportamos uno de los más espantosos índices de inflación en el mundo. Según datos tomados de informes del Fondo Monetario Internacional y de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), representa casi ocho veces el promedio de toda la región. Basándose en cifras del BCV, una empresa especializada en asesoría económica y financiera, Econométrica, concluye que en apenas seis años la moneda venezolana, irónicamente el bolívar fuerte, perdió 83,4% de su valor.

No sólo se trata de cifras frías, de estadísticas para el consumo de los entendidos. Es un drama al cual se enfrentan las familias cuando de hacer mercado se trata. Son en verdad estremecedoras las expresiones de asombro que por estos días se escuchan por doquier ante la escalada de precios y la escasez de los productos, engendros que suelen ir de la mano.

Barquisimeto, y volvemos a los informes del BCV, es la segunda ciudad más cara en el país. Un reportaje publicado ayer en las pocas pero muy meritorias páginas del EL IMPULSO, se ocupó en profundidad de este acuciante tema. Del bochorno de amas de casa sometidas a un peregrinar que arranca con las primeras luces del día, llevándolas de cola en cola, hacia donde orienten las voces de quienes alucinan al encontrar, al fin, algún artículo prófugo.

Pero el Gobierno, prisionero de sus atavismos ideológicos, persiste a troche y moche en el error. El Valle de Quíbor posterga por tiempo indefinido la fecha en que será irrigado por las aguas de la represa Yacambú, cuyo túnel de trasvase habría colapsado, conforme a la advertencia de trabajadores y lugareños. Se troncha de esa forma el anhelo de mitigar la sed en la entidad y producir más alimentos en esas fértiles tierras. Y ninguna voz oficial se digna en aclarar qué es lo que pasa realmente.

La única respuesta es intensificar las inspecciones, los controles. En lugar de incentivar, desterrar trabas, echar a andar políticas que generen empleo, abundancia, competencia, como lo hacen, ahora mismo, economías cercanas que están logrando vencer, con esfuerzo sostenido, las barreras de la pobreza y el atraso. Ahí está el ejemplo de Perú, cuya economía se anotará este año un crecimiento del 4% y las perspectivas para 2015 es que vuelva a ser del 6%

Aquí, a despecho de esas aperturas y franco estímulo a las potencialidades, económicas y sociales, que también encuentran eco en Colombia, México y Chile, cuanto se observa es la triste experiencia de este fin de semana en el Mercado Terepaima. Inspectores, rodeados de militares, que obligan a los comerciantes a vender la carne por debajo del costo, bajo amenazas de confiscación. Un precio “justo” que lleva a la quiebra. Sabiéndolo o no, siguen atentos a las disposiciones del Código de Hammurabi, que hace más de 4.000 años se anotó un estruendoso descalabro. Nada bueno puede esperarse de semejantes reacciones obcecadas.

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