Luego de ser ícono del periodismo de humor en El Universal, por dos décadas, la censura le bota sus lápices a Rayma, Rayma Suprani, artista plástica y comunicadora de sensibilidad, quien fragua en los hornos de la muy liberal Universidad Central de Venezuela; donde también se cuece nuestra primera expresión intelectual civilizada, la de los doctores de la pionera Real y Pontificia Universidad de Santa Rosa de Lima y Tomás de Aquino, los repúblicos de 1810 y 1811.
La cuestión no es irrelevante. Que los gerentes de “parabán” del nuevo El Universal decidan cambiar de línea editorial, una vez como transan su compra y le quiebran las piernas a su antiguo propietario, cabe debatirlo; no así la purga de quienes opinan desde sus páginas, pues la opinión pertenece a quien opina y es libre en toda democracia.
Pero lo de Rayma desborda y es más decidor que los atropellos a los que somete Hugo Chávez Frías a los editores, periodistas y trabajadores de la prensa venezolana; a quienes al paso lapida con su voz y también con los golpes que les propina en las calles, a plena luz del día, por medio de sus “círculos bolivarianos”, mudados luego en “colectivos de la muerte”.
El despido que sufre Rayma deja al desnudo dos cuestiones vertebrales y preocupantes, que interesan a la moral de la democracia, la primera de las cuales es descrita por ella misma con sencillez elocuente: “La caricatura es el termómetro de las libertades de un país”.
Los atisbos de nuestra caricatura política tienen lugar en vísperas de la Revolución de Abril de 1870 y hasta cuando se entroniza con ella el dominio personalista de Guzmán Blanco, Dictador, Ilustre Americano, Regenerador, Jefe Supremo. Mas es con la aparición de El Diablo, al iniciarse el mandato de Raimundo Andueza Palacio, en 1890, que luego tiene como su director a Lucifer, cuando da lugar al nacimiento cierto del humorismo político en nuestro país. Es la campana que anuncia la llegada, por breve instersticio, de la libertad. Venezuela, entonces, ensancha sus pulmones, procura debates parlamentarios, diatribas periodísticas, manifestaciones estudiantiles y callejeras, en ese disfrute coyuntural que les permite la mudanza de Guzmán hacia París, donde muere distante y alejado del pueblo al que somete.
Lo esencial, en todo caso, es que la caricatura, que se anticipa a la fotografía y es espacio de opinión sobre el que discurren -a la manera de una síntesis gráfica aguda, inteligente, punzante- los ideales y sueños de las generaciones civiles que nos preceden, representa el testimonio vivo de una década en la que -como lo recuerda Ramón J. Velásquez- fluyen las libertades y se permite el más amplio debate político sobre las cuestiones constitucionales, administrativas y sociales, sin antecedentes. La caricatura, ¡he aquí lo vertebral!, le mata el ceño duro a los venezolanos.
La sangrienta guerra fratricida por la Independencia nos apoca, nos deja tristes y amargados. Y el periodismo de humor con sus caricaturas nos devuelve el empuje, nos hace, como las mismas caricaturas y en su versatilidad artística, ágiles, imaginativos, valientes, anatematizadores, capaces de ser moralmente inquisitivos con los poderes de turno, desnudándolos, desacralizándolos en medio de la risa y la sonrisa para democratizarlos, ahora sin necesidad del recurso extremo a la violencia armada.
La caricatura deviene en espada virtual que resuelve controversias y procura soluciones, sin que ceda el ánimo, en las horas de nuestra mayor adversidad. Logra pacificarnos interpelando a la razón, permitiéndonos conocer mejor la realidad que nos rodea a través de su deformación exagerada y suscitando la pluralidad en las interpretaciones. Es expresión de nuestra democracia vernácula y ser nacional, condenatoria del césar democrático parido en los cuarteles y recreado por los plumarios taciturnos, amigos del sincretismo de laboratorio, alcahuetes de nuestras muchas dictaduras.
La destitución de Rayma, por ende, es “destituyente” de lo poco que nos resta de democracia. Nos arrebata, con saña cainita, nuestra válvula de escape en horas tan aciagas como las de ahora. Pero tiene una contracara peor. Desde Bolivia, a través de un doliente de los medios, recibo el libro Control Remoto, del periodista Raúl Peñaranda, a quien un banquero venezolano tienta para que le dirija un periódico al servicio de Evo Morales. Describe la emergencia de los “medios paraestatales”, adquiridos por quienes se lucran con sus proximidades a estos dictadores del siglo XXI, a los que luego les entregan “el control editorial e informativo de los mismos”.
Entre gallos y medianoche, hijo de la impostura, nace el periodismo testaferro, que nos prohíbe reír y rompe el Decálogo, las leyes de la decencia humana.