Oí, leí y vi gente numerosa sorprendida y quejosa, lamentando su partida.
Porque fue un caroreño del mismo temple batallador y fraterno que Chío Zubillaga encarnó al servicio de las mejores causas de su terruño y de Venezuela.
Y regresé al tiempo de cuando por mi rotundo fracaso para impedir la renuncia del arqueólogo Luis Molina como director del Museo de Quíbor, propuse a las autoridades de Fundacultura contratar a Juan José para suplirlo, lo que fue aceptado en una afortunada decisión, aunque venía apenas saliendo de las aulas universitarias donde había optado al título de antropólogo, cumplidos brillantemente todos los requisitos académicos y defendido una tesis de grado, asociado con Otilia Rosas González, dedicada al estudio del Origen del latifundio caroreño (1900 – 1948), en el cual se evidencia su profundo interés no sólo por los problemas de su solar nativo sino de lo que fue y es fundamental para el integral desarrollo social y económico de los venezolanos: la tenencia de la tierra no en unas pocas manos sino al servicio de las mayorías nacionales, esas tierras de las que el latifundismo criollo despojó desde los pesarosos tiempos coloniales iniciados en el siglo XVI, impidiendo que las mayorías empobrecidas del país pudieran obtener los recursos primarios para la subsistencia y encima someterlos a la más cruel explotación y vida de miserias sin esperanzas de redención.
¡Qué fortuna fue que Juan José se encargara de nuestro principal museo arqueológico, armado únicamente de su dedicación al trabajo, a descubrir los secretos maravillosos ocultos en el seno de la tierra larense!
¡Qué bueno fue que llegara así, recién graduado, sin prejuicios, con su alma limpia, con la pureza de su indoblegable voluntad, con plena capacidad para la investigación, con fuerza propia para la búsqueda de las huellas milenarias de los antiguos pobladores del semiárido larense!
¡Y qué bueno que, además de toda esa meritoria labor, dispuso de tiempo para la lucha social, para la organización comunitaria, para la difusión de ideas de avanzada, para la comunicación de masas, para ampliar los espacios físicos del museo, para publicar un importante boletín científico donde se recogieron innumerables trabajos de investigación!
Y para hacer una maestría y concluir su doctorado, disciplina académica superior que jamás lo envaneció, seguramente aplicando aquel apotegma socrático de que mientras más se sabe, más se conoce cuánto falta por conocer.
¡Qué maravilloso privilegio el de quienes disfrutamos de su amistad, sus saberes, sus apoyos! ¡Si no hubiera sido el meritísimo director del Museo de Quíbor, si no hubiera realizado ninguna de las innumerables tareas que llevó a cabo, si no hubiera hecho el trabajo intelectual para el que se preparó ampliamente, le hubiera bastado ser simplemente ese amigo, ese hermano, ese hijo, ese padre generoso que fue, sin medida ni condiciones!
Ahora el querido hermano menor, volvió a su tierra nativa, a su cobijo eterno, y desde allí seguramente no dejará, con su ejemplo y obra vital, continuar siendo ejemplo y guía para las generaciones del presente y del futuro en la noble tarea de construir una patria nueva, generosa e independiente como él.
Caminito que un día: Juan José Salazar, el imprescindible
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