Reinventemos la democracia

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Toda experiencia política y de liderazgo social reclama una narrativa, una idea fuerza, si se quiere una “utopía movilizadora”, siempre y cuando entendamos a la política como “una opción ética convertida en prácticas concretas”, tal y como lo sugiere desde 2005 monseñor Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco. Y aclaro lo de la utopía para evitar equívocos o su uso para la manipulación de las masas. La entiendo, según los términos del mismo Bergoglio, como el trascender a lo conocido; donde cada uno de nosotros y cada cual sepa que lo que ve – sea mentira, encubrimiento, hipocresía, por ende desconfianza entre todos – “no es todo lo que hay”; pues en el antes y en el después, y sobre todo en el presente objetivo que miramos se encuentran los criterios, los valores, los pareceres, en suma, la verdad que desnuda y se hace esperanza, que bate al viento lo que se oculta bajo realidades aparentes o parciales.

La actitud utópica es una respuesta necesaria ante la ley de la selva, donde todos a uno manotean lo que pueden mientras aparece otro que lo hace con más fuerza – lo sabemos bien los venezolanos por experiencia histórica y así lo recuerdo en mi último artículo – a saber, el “gendarme necesario” o el traficante de ilusiones que exacerba el Mito de El Dorado, el dios petróleo, o nos lee una proclama épica para retrasar nuestra emancipación e impedirnos pensar y razonar por nosotros mismos.

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Lo cierto, he aquí el motivo de esta disquisición, es que en las centurias previas a nuestra Independencia y durante nuestro sometimiento a la monarquía borbónica, todos a uno éramos súbditos y a la vez integrantes de una clase que nos daba identidad, sentido de pertenencia a algo. Eran esos nuestros factores de cohesión humana y hasta la razón de nuestras luchas cotidianas o agonales, guiados por la Corona o amancebados por la religión. Y al perder tal o tales nichos de pertenencia social e histórica, llegamos desclasados, huérfanos de cosmovisiones, incluso caseras, a la república que luego busca ofrecernos otra identidad, colectiva, sin distinciones aparentes, a partir de 1830.

Llegado el siglo XX, primero somos ciudadanos de uniforme, reunidos mediante el culto a los símbolos patrios y al gendarme que los representa, y luego, progresivamente, a partir de 1935, intentamos ser ciudadanos de liquiliqui, militantes de partidos, con derecho a cosmovisiones civiles sin mengua de nuestra unidad como venezolanos, a la luz de esos mismos símbolos épicos citados y forjados a pie o a caballo durante nuestras gestas y revoluciones inagotables, paridas por nuestra breve historia pero aderezadas en lo adelante con el ideal de la democracia.

Llegado el siglo XXI, lo cierto es que hasta los cuarteles pierden su tesitura y se corrompen, y los partidos – hasta ayer correas de trasmisión del Estado o de la denominada “cosa pública”- se diluyen, se transforman en franquicias o cascarones vacíos, meros expertos en la realización de la democracia procedimental, puesto que el mismo Estado que les sirviera de justificación o fuese la cárcel de la ciudadanía y acaso nicho que nos diera el barniz de nuestra identidad artificial, ha hecho aguas.

El Estado moderno, aquí y más allá de nuestras fronteras, ha sido arrasado por la corriente global y virtual, donde el espacio material y sus límites de acotamiento poblacional ceden para darle cabida al tiempo, que es inagotable, y su expresión virtual, la velocidad. Su deceso junto al de sus instrumentos – cuarteles, partidos, procesos para la formación de las decisiones colectivas, sean autoritarias, sean electorales – apenas lo revela entre nosotros o le expide un acta de defunción a la manera del médico forense la mal llamada “revolución bolivariana”.

No por azar, muerto el ilusionista de coyuntura- Hugo Chávez Frías – que fuera capaz de hacernos ver realidades tamizadas o instituciones apenas imaginarias y de movilizar mayorías a través de conjuros e invocaciones a los espíritus de los héroes muertos, hoy, la real realidad, al desnudo, nos golpea en las narices, el estómago, más aún, en la conciencia de nuestro desarraigo. La “caja de gatos”, expresión del maestro José Ignacio Cabrujas que identifica a las izquierdas irredentas y es el gobierno de los causahabientes del brujo que nos poseyera a partir de 1999, ocupantes de cargos sin destino ni otro propósito que no sea el obtener “algo” a manotazos de la herencia controvertida, es prueba de que somos hilachas, como es rompecabezas igual nuestra oposición democrática.

La anomia y la fragmentación se encuentra vigente y por lo mismo empuja al conjunto hacia la lógica de la supervivencia o el manejo de tácticas de salvataje que derivan en dogmas de fe, para los unos y para los otros; que los dividen aún más, justamente, por falta o pérdida de lo esencial, es decir, de la narrativa o cosmovisión compartida posible, que otra vez amalgame, más allá de las necesidades intestinas o profanas.

Todos a uno – lo reconocen hasta los discípulos del fallecido Comandante – sabemos del engaño y fracaso que ha sido el sahumerio de la reinvención marxista, artilugio paleontológico importado desde La Habana y bautizado ahora como Socialismo del siglo XXI. De modo que, ante la amenaza que implica el despertar y huérfanos de madre-república que nos cobije, y avanzando la tentación totalitaria para hacernos nudos y reunirnos a la fuerza, negados a nuestras raíces y a nuestra historia, cabe que las mentes más lúcidas de nosotros los venezolanos ayuden a que el país restablezca la cohesión perdida. Urge la reinvención del sueño democrático, situándolo en las enseñanzas de nuestros Padres Fundadores de 1811 y corrigiéndolas para adecuarlas a las coordenadas de la posmodernidad corriente y su andamiaje digital. El tiempo para ello, cabe advertirlo, es superior a los espacios y las particiones o divisiones de nuestro pasado nacional reciente.

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