Algunos erróneamente creen que Omar Torrijos y Manuel Antonio «Cara e’ Piña» Noriega fueron presidentes de Panamá. Nunca tuvieron necesidad de ello.
Durante los 20 años (1968-1989) que duró mandando la camarilla militar que dominó a la nación del istmo desfilaron por el Palacio de las Garzas nada menos que nueve civiles inocuos, unos más peleles que otros, cuyos nombres apenas ocupan apenas un pie de página en la historia panameña.
Daban discursos, se montaban bandas presidenciales, y salían en la prensa. Pero luego el mundo prácticamente ha olvidado que existieron porque no eran otra cosa que títeres de los militares panameños. Quién ocupara la presidencia era intrascendente, quienes realmente mandaban lo hacían desde los cuarteles.
Luego de la muerte del carismático Omar Torrijos, se mantuvieron en pugna varios cabecillas militares que se repartían parcelas de poder, hasta que el brutal «Cara e’ Piña» emergió como el gallo dominante entre aquella fauna corrupta y contaminada de drogas de pies a cabeza.
En la medida que aquel país caía en una espiral degenerativa, de la cual la honda penetración del narcotráfico fue apenas fase terminal, el Partido Revolucionario Democrático – mampara civil y brazo político de aquella pandilla de militares sin batallas – se iba desacreditando y embarrando cada vez más, hasta prácticamente perder todo rastro de una credencial ideológica que calificaban de «socialdemócrata».
Cuando llegó la debacle de Noriega – con sus altisonantes discursos, amenazas y fanfarronerías, así como los cobardes «batallones de dignidad» formados por hampa común para amedrentar y reprimir adversarios políticos – el PRD compartió un profundo descrédito del cual le costó tiempo y esfuerzo para recuperar su credibilidad política.
Aquella trágica situación puede repetirse en cualquier parte de nuestro atormentado continente, donde quiera que civiles – más o menos de izquierda – se someten a una amoral oligarquía militar dispuesta a lo que fuere con tal de enquistarse en el poder.
El narco-estado panameño terminó como todos sabemos, pero ninguna banda de delincuentes, con y sin charreteras, sobrevive por mucho tiempo sin caer en rencillas y enfrentamientos internos. No hay honra entre ladrones. No hay barniz ideológico que tape un vulgar quítate tú para ponerme yo.
Al final la inevitable debacle los arrastra a todos por igual y del contagio se salvan pocos: Desde estrafalarios disfraces y crueles esbirros, hasta jueces, legisladores, y aún miserables censores. Todo parecido a otras situaciones es pura coincidencia.