A don Esteban Rivas Marchena
¿Será verdad lo que dijera en una ocasión Hernando Téllez que para descubrir una diminuta veta de oro, un pequeño diamante, el poeta deberá recorrer antes de descubrir tal tesoro kilómetros y kilómetros de versos? ¿Será que encontraron la veta y por eso son inmortales: Goethe, Rubén Darío, Neruda, Víctor Hugo, Nervo, Benedetti, Borges, Vallejo, Stendhal, Wilde, Shakespeare, Milton, Mutis, Atahualpa, Barba Jacob, Andrés Eloy Blanco, Walt Whitman, Gabriela Mistral y Antonio Machado?
Esta lista es una parte de los grandes poetas cuyo don los llevó a ganar la inmortalidad que no niega el mundo ni la historia a los mejores. Son únicos porque lograron expresar en su idioma natal los matices más bellos del pensamiento y la emoción, cultivadores del espíritu, las más bellas espigas, los que con el tiempo a su favor descubrieron la veta que los convirtió en la gloria de las letras y mejores exponentes del arte poético universal. El fuego del tiempo no ha logrado consumir sus obras ni sus nombres desaparecer el olvido.
Tal vez los poetas actuales nunca logren obtener en vida el reconocimiento merecido o demore la historia en darles su lugar y su laurel.
Hay un cóndor cansado que recogió sus alas y se refugia en un rincón de la ciudad, con la esperanza de encontrar la solidaridad del corazón que el tiempo no ha logrado desdibujar del todo de los lugareños. Es don Esteban Rivas Marchena periodista y poeta, aparte de otras obras ayudó en la construcción de la Casa del Periodista y fue uno de sus fundadores. A través de sus escritos rescató del olvido las tradiciones, el gentilicio, la historia y creencias del pueblo. Los siguientes trozos son fruto de ese bardo poeta quien con su empenachado estilo, decantó en la fuente arrobadora de su inspiración la belleza del terruño:
“¿Quiénes recogerán a esta bandera? ¿Quiénes la mantendrán enarbolada? ¿También el ideal se irá a la nada y del bosque se irá la primavera?” “Hubo un tiempo de bellas y apacibles cosas, ciudad de semeruco y pomarrosa, de cuando el tren de los rugidos sordos que entraba por el Norte y Cerro Gordo, y llegaba por el Oeste una carroza cargada con crepúsculos de rosas…” “Yo vengo del Correccional aunque no estoy corregido, a echar mi verso atrevido por este barrio a volar, qué importa que algún poeta de San Juan me desafíe si en vez de hierro rubíes son puntas de mis saetas”. “Este querer amar la primavera, este anhelo de ver a lo invisible, este querer asir a lo inasible y eternizarse en vida pasajera, es nomás ilusión, es vano empeño por no poderse ver donde otras veces yo te vi sonreír (despareces siempre de mí como el final de un sueño)”
Rivas Marchena supo como la historia despedazar en sus prosas y poemas el velo del pasado; elevó en sus versos la fugacidad de la historia. En uno de sus libros destaca el aporte de las trompas líricas que han cantado a su terruño, con esplendor y lenguaje autóctono. Sus obras son verdadera espiral de incienso y melodía, hostias que se elevan en el templo de su sentimiento poético, todo lo suyo es expresión de su espíritu, néctar sentimental que se riega orondo en la sencillez de sus versos.
Aunque al maestro los años restan fulgores, aún las hojas esperan por su pluma. Está enfermo, ha refugiado las arrugas de su tristeza en el regazo de la desesperanza y la soledad. Sabe que este es un mundo en el que la indiferencia humana es peor que el duro frío del ocaso…
Por la puerta del sol – El ocaso de un cóndor
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