Uno de los pasajes más preciosos del Evangelio … y tal vez uno de los menos aprovechados, es aquella oración en que Jesús clamaba al Padre Celestial: “¡Te doy gracias, Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien.” (Mt. 11, 25)
Sí, al Padre le ha parecido bien esconder las cosas de su Reino -esconder su Sabiduría- a los sabios, a los cultos, a los racionalistas, a los que no creen en nada que no sea comprobable, a los que necesitan “ver para creer”. Pero sí se las ha revelado a la gente sencilla.
¿Quiénes son esa gente sencilla? Son aquéllos, ricos o pobres (no se refiere Jesús a la condición económica), que creen no saber mucho o tal vez no saber nada. Son aquéllos que se dejan enseñar por el Espíritu Santo, que saben que no saben nada … nada que no les venga de Dios; son los que saben que, ante Dios, no son nada. A ésos que son así, el Padre les revela sus secretos.
Conocida esta oración del Señor, no sorprende, entonces, que San Pablo, dirigiéndose a los griegos, quienes se dedicaban con mucho ahínco a la búsqueda del saber humano, les dijera esto: “Si entre ustedes alguno se considera sabio, según los criterios de este mundo, considérese que no sabe, y llegará a ser verdadero sabio. Pues la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios”. Y luego pasa a citar frases del Antiguo Testamento: “Dios atrapa a los sabios en su propia sabiduría… El Señor conoce las razones de los sabios, y sabe que no valen nada”. (1 Cor. 3, 18-20).
¡Qué distinto ve Dios las cosas a como las vemos nosotros los humanos!… Si alguno quiere ser sabio, que se reconozca incapaz de saber y de conocer por sí solo, que sepa que nada puede por su cuenta, porque… querámoslo reconocer o no… nada puede el hombre por sí solo. En esto consiste la “pobreza de espíritu”. Sólo los sencillos, los “pobres de espíritu” podrán conocer la verdadera “Sabiduría” -aquélla que viene de Dios. Esa “Sabiduría” (con “S” mayúscula) es la que hace ver las cosas como Dios las ve.
La Santísima Virgen María, a quien invocamos como “Trono de la Sabiduría”, modelo de humildad y de esa Sabiduría que viene de Dios, sabía que nada podía por sí sola. Por ello reconoce que, no ella, sino Dios, el Poderoso, “ha hecho grandes cosas” en ella
(Lc.1, 49).
Pequeñez, sencillez, humildad. Son virtudes evangélicas necesarísimas, que nos llevan a ser pobres en el espíritu. Pero ¡qué lejanas están estas virtudes de lo que nuestro mundo actual -tan alejado de Dios- nos propone!
Ante la pequeñez espiritual del Evangelio, se nos propone el engrandecimiento del propio yo. Ante la sencillez del Evangelio, se nos proponen los racionalismos estériles. Ante la humildad del Evangelio, se nos propone la soberbia de creer que podemos lograr cualquier cosa con tal de proponérnosla. Ante la pobreza en el espíritu del Evangelio se nos propone el creernos grandes.
Pero las proposiciones contenidas en la Biblia son para todos los tiempos, incluyendo el de nuestra “avanzada” civilización. Y en la Palabra de Dios se nos aconseja reconocernos incapaces ante el Todopoderoso… para poder llegar a ser sabios. Hacernos pequeños … necesitados como los niños… para que Dios pueda crecer en nosotros. Hacernos humilde … reconocernos que no somos nada ante Dios … para poder ser engrandecidos por El. Sólo así, podremos salirnos del grupo de los “sabios y entendidos”, a quienes Dios esconde sus secretos. Podremos, entonces, ser contados entre la “gente sencilla” a quienes el Padre revela lo escondido, sus secretos, los secretos de su Sabiduría.
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