Las últimas mediciones de opinión describen una caída brutal en la imagen del Gobierno. No era para menos.
Expuesto a las ráfagas de fatiga dentro de las filas del PSUV, decepción que ya bullía en las oquedades de la revolución pero fue puesta de relieve por la carta de Jorge Giordani, secundada por Héctor Navarro y Rafael Isea, Nicolás Maduro afronta además una aguda sequía en las finanzas públicas y en las posibilidades de abultar la ya muy pesada deuda externa, lo cual le deja poco margen de maniobra. Simultáneamente arrastra un drástico deshielo en materia de adhesión internacional. En el reconocimiento a la legitimidad de su muy escaso y deplorable desempeño democrático.
Enterado del endeble piso político sobre el cual se alza su ajeno liderazgo, y, teniendo más que sospechas acerca de las sordas jugadas que se urden en su entorno, Maduro ha anunciado un “sacudón total” en las esferas oficiales. No es más que el acuse de recibo de un creciente clamor nacional que urge cambios estructurales, no simples maquillajes ni los manidos enroques con los mismos personajes que son directos responsables de esta insostenible tragedia. La tesis del magnicidio no surte efecto, por peregrina. Tampoco la estrategia de apelar al sentimiento que en sectores populares ha mantenido despierta la figura de Hugo Chávez, aun después de su partida. Una nación no vive de gritos, leyendas y dogmas. Es la hora de aterrizar en un país sediento de inmediatas y efectivas respuestas. El drama de los anaqueles vacíos, la inflación que evapora el salario, los hospitales en crisis, no se supera con meras consignas, ya rotas por el desgaste.
Y para que ese tal “sacudón”sea sincero, exige, en primer término, rectificación. Hablarles con honestidad, con verdad, a todos los venezolanos, sin distingos. Estrenar esta fase en nuestra historia impone admitir errores, localizar, más allá de las diferencias naturales, puntos de encuentro que definan una meta común, de cara a los desafíos que tenemos por delante. Un pacto social. Un alto en la diatriba, en el desconocimiento del otro. Y, ¿se están dando muestras de que hacia allá vamos?
Lamentablemente no es así. El Gobierno es muy dado a montar su poderosa plataforma de propaganda sobre reportes favorables de organismos nacionales o extranjeros, pero con la misma intensidad rechaza todo reparo a sus torpezas y despropósitos. Se hizo fiesta, por ejemplo, con el estudio de la Universidad de Columbia que en 2012 ubicó a Venezuela como el segundo país “más feliz” de Latinoamérica. También en 2013, cuando la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO por sus siglas en inglés) dijo que el Gobierno venezolano había reducido a la mitad la población con hambre o subnutrida.
No obstante, el poder monta en cólera cuando la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos llama la atención en torno a la transgresión de los derechos humanos, “en particular por la vulneración de los principios mínimos de justicia”. Esta vez, según el canciller Elías Jaua, la ONU carece de “objetividad e imparcialidad”. Lamenta el funcionario que ese informe se base en datos aportados por “organizaciones de cuestionada reputación”, esto es, las ONG defensoras de los derechos humanos, que se han visto sometidas a una atroz persecución y al descrédito, por el aparato del Estado.
Según Jaua, ese informe, que parte del máximo organismo de derechos humanos de la comunidad internacional, “desprecia” los esfuerzos gubernamentales por “explicar con transparencia los hechos”. ¡Qué barbaridad! La violación a los derechos humanos no se explica, cosa que si a ver vamos tampoco ha hecho el Ministerio Público, de espaldas a las víctimas (la fiscal ha tenido el descaro de decir que aquí no hay protestas sino hechos delictivos). Los derechos humanos se salvaguardan y punto, y se reservan castigos ejemplares para quienes los quebrantan, a objeto de que esa noción de justicia y equidad se aposente en la conciencia colectiva. Por eso se consideran delitos horrendos, y no prescriben.
En sentido contrario al inaplazable rescate de las instituciones, marcha el permiso otorgado a los militares para que intervengan en actos proselitistas, la última desventurada ocurrencia del TSJ, contraventora del principio asentado en la Constitución. De manera que no es negando los vicios y entuertos, ni mediante su reincidencia, como se dará el “sacudón total” esperado. Por ese camino, se habrá perdido una coyuntura crucial para la rectificación. Pareciera que el Gobierno, una vez más, sólo espera ganar tiempo. Y en eso se nos va la vida.