Le bastó un tiempo magro para expresar con claridad sus ideas. Dibujó Felipe VI, hasta ayer Príncipe de Asturias, la nación una y diversa que su generación habrá de conducir y situar cabalmente en el siglo que ya corre acelerado. Y honra a la que le precediera, corrigiendo rumbos: «Una generación de ciudadanos que abrió camino a la democracia, al entendimiento entre los españoles y a su convivencia en libertad».
Entre tanto, en el interregno, horas antes, sin Rey, pues Juan Carlos I firma su abdicación a las 18 horas del día 18, y su sucesor lo sería luego de la medianoche, comenzando el día 19, en el doble de su tiempo – cuarenta minutos – me afano en explicar a los miembros de la Real Academia Hispanoamericana el decurso de nuestra lucha por una madurez democrática, que aún no nos llega.
Les narraba que a pesar de los movimientos ilustrados y civiles que intentaran forjar, sin negaciones odiosas, una patria nueva para los venezolanos, en 1811 y más tarde al separarnos de Colombia, en 1830, los integrantes de la generación inaugural de nuestro siglo XX, también hombres de libros e ideas susceptible de llenar de orgullo a cualquier nación del Occidente, aceptaron como fatal la tesis del gendarme necesario. Y que a pesar de los esfuerzos desplegados por los fundadores de nuestra experiencia democrática civil, a partir de 1958, emulando a nuestros Padres Fundadores, otra vez el Cesarismo Democrático, vestido de carreteras, nos hizo presa a partir de 1999, en una lucha agonal entre la razón de la fuerza y la fuerza de la razón.
Felipe, a su turno, incluso siendo parte de la generación digital – «los hombres y mujeres de mi generación…aspiramos a la primacía de los intereses generales y a fortalecer nuestra cultura democrática» – y entendiendo a cabalidad que su reinado ancla su legitimidad en la soberanía popular resumida en la Constitución de 1978, recuerda en su mensaje lo permanente e inalterable, lo que le amarra como «Rey constitucional»: «Colaborar con el gobierno de la nación – a quien corresponde la dirección de la política nacional – y respetar en todo momento la independencia del Poder Judicial». No solo eso. Declara como su deber ser «cauce para la cohesión» entre sus conciudadanos, ajeno a las divisiones y las retaliaciones.
Jura cumplir las leyes aprobadas por las Cortes – no las suyas ni el dictado de sus caprichos – y abogar por el respeto al «principio de separación de poderes». Anuncia un «tiempo nuevo», sin revanchismos, con respeto hacia la historia vivida, que le manda «superar lo que nos ha separado o dividido… para recordar y celebrar todo lo que nos une y da solidez hacia el futuro». Y en cuanto a las víctimas de la violencia terrorista o quienes perdieran la vida por defender la libertad, vuelve sobre lo raizal y permanente dentro de la experiencia democrática y sus finalidades: «La victoria del Estado de Derecho … será el mejor reconocimiento a la dignidad que merecen».
Felipe VI, en suma, es directo al reconocer las falencias de la nación cuya jefatura recibe y los yerros de quienes la han conducido, comprendiendo lo urgente: la «cercanía y solidaridad» con las personas y familias más vulnerables y la obligación de trabajar y ofrecer esperanzas, sobre todo a los jóvenes, a fin de que encuentren solución a sus problemas y la obtención de un empleo, como prioridad social.
Pero todo ello lo recoge, con elevado sentido de responsabilidad. Sin obviar las rémoras de la historia – «tiempos de tragedia, de silencio y de oscuridad» – y asumiéndolas sin amargura que le doblegue en su espíritu y lo reduzca a la pequeñez: «Todo tiempo político tiene sus propios retos, porque toda obra política – como toda obra humana – es siempre una tarea inacabada».
Felipe VI, evita el nominalismo y por respetar el tiempo de su audiencia, los españoles, resume en veinte minutos lo que no logran decirnos las cadenas presidenciales del chavismo-madurista, en un contexto social – el nuestro – que se niega en buena parte a la emancipación intelectual: «Deseamos una sociedad basada en el civismo y en la tolerancia, en la honestidad y en el rigor, siempre con una mentalidad abierta y constructiva y con un espíritu solidario».
«Una nación – lo dice Felipe de Borbón – no es sólo su historia, es también un proyecto integrador, sentido y compartido por todos, que mire hacia el futuro… en un nuevo siglo, que ha nacido bajo el signo del cambio y la transformación y que nos sitúa en una realidad bien distinta de la del siglo XX».
Vivimos, en efecto, en el siglo de la razón y no de la fuerza, «en el siglo del conocimiento, la cultura, y la educación», son sus palabras, que acompaño y sueño hagan buenas nuestros estudiantes, a quienes dediqué mi incorporación a la Real Academia.
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