Federico II El Grande, Rey de Prusia (1712-1786), legó para la historia uno de los más preciados testimonios de respeto por la justicia y por la autonomía e independencia de los jueces. Resulta que en 1747, Federico decidió edificar el castillo de «sans souci», a cuyos efectos seleccionó un hermoso paraje de la localidad de Postdam. Los arquitectos, sin embargo, le advirtieron que un molino contiguo afectaría grandemente el paisaje, razón por la cual buscó al molinero y le propuso la compra de dicha propiedad.
El molinero, no obstante, se negó porfiadamente a vendérsela, lo que finalmente llevó al Rey a hacerle comparecer a palacio, oportunidad en la cual directamente le dijo:
-Molinero… ¿sabes tú que puedo quitarte el molino sin darte ni siquiera un groschen?
Entonces, Graevenitz, muy seguro de sí mismo, pero, sobre todo, con plena conciencia de que en aquel reinado imperaba la más pulcra administración de justicia, le respondió así:
-Sí… sé que eso es posible Majestad. Pero recuerde usted que hay jueces en Berlín, y que, por ende, muy pronto el molino volvería a mis manos.
Pocas veces en este planeta se ha planteado un escenario tan cívico como el narrado. En primer lugar, vimos a un rey, reconocido como el mejor estratega militar de su tiempo, declinando voluntariamente sus deseos y postrándose contrito ante el derecho y la razón.
En segundo término, erguido frente a él, presenciamos a un humilde e ingenuo campesino, creyendo a pie juntillas en la justicia. Y, por último, pudimos apreciar a un conjunto de jueces, capaces de decidir sin miedo y honestamente, atributos de colección en estos predios, penetrados hasta los tuétanos por cobardes proxenetas de toga y peluquín.
Pero no perdamos el tiempo presentándole este ejemplo a Cabello o a Maduro o a la comparsa de pillos que les hacen coro en la tarea de destruir a la nación. Con ellos no hay posibilidad de redención, y, de hecho, viajan por el Aqueronte, sin boleto de regreso.
Tampoco vale la pena restregárselo a los chierichettis del “tsj”, pues estos, al tiempo que apilan las ostias y rezan el credo, obedientemente siguen tejiendo las sogas con las cuales tuercen el cuello de todo lo que tenga olor a verdad y a democracia.
Dicho de otro modo: al igual que los «Kronjurist” o “cerebros jurídicos de Hitler”, ocupan los sillones de la magistratura sólo para fabricar las fuentes de derecho que oxigenen a este Frankestein político denominado Socialismo del Siglo XXI, que no es más que una trágica experiencia de militarismo, odio y corrupción.
A quienes sí debemos enseñárselo es a nuestros hijos y nietos, enfatizándoles en que la igualdad y la paz de nada sirven sin la justicia. ¡Menuda tarea mis amigos! pero, de no emprenderla, jamás volveremos a traer agua al molino de la libertad, y ni siquiera los goznes de la esperanza oiremos chirriar en los días por venir.
El molino de Graevenitz
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