Porque este artículo -Dios y papel mediante- debe salir el miércoles 28, se me vino a la mente una canción andaluza que se refiere a la víspera: El 27 de mayo / las plazas de España entera / al morir El Espartero / arriaron sus banderas. / Maldito sea Perdigón / el torillo traicionero / la vaca que lo pariera / y las yerba que comió… ¡Vaya maldición, hermanos! Pero antes de comentarla veamos quién fue El Espartero.
Manuel García Cuesta (El Espartero), nació en Sevilla 1865 y murió en Madrid el 27 de mayo de 1894. Fue uno de los lidiadores más populares de su tiempo, no sólo por su arte sino por ser muy generoso con los pobres. Además era un tipo muy simpático, de él se cuentan muchas anécdotas, la más conocida es aquella contestación a quien le preguntaba si no temía las cornadas: Más cornás da el hambre. ¡Y de una cornada murió! Se la dio el tal Perdigón, de la famosa ganadería Miura. Se comprende que su muerte haya causado una gran conmoción entre sus múltiples admiradores que incluso rebasó las fronteras de España. Sin embargo, en cuanto a la maldición del torillo traicionero suena exagerada, se le perdona al autor de la copla por eso, por ser sólo una copla. Después de todo, Perdigón no tuvo la culpa, a él lo criaron bajo el aire y el sol de las dehesas de los Miura con el único fin de ser un toro de lidia, lucirse en la plaza y morir con garbo… pero también entre sus prerrogativas estaba, sin prohibición alguna, ganarle la partida al torero y mandarlo para el otro mudo. Eso hizo y lo que es igual no es trampa. Entre otros, 26 años después Bailaor mató a Joselito y en 27 años más, Islero despachó a Manolete. Morir en la plaza es un sino muy probable para los matadores de toros. Y una gloria que se hace pasodoble.
En cambio, la maldición sí es una aberración y se da, sobre todo, en los países eminentemente creyentes, católicos; lo mismo que la blasfemia, no es de pueblos tibios ni ateos, porque precisamente hay que ser muy creyente para enfrentarse con Dios y ponerse a pelear con Él. En Venezuela llama la atención que el pueblo no maldice ni blasfema, aun siendo heredero de la hispanidad. Nosotros más bien bendecimos y donde un ibérico hubiese soltado una blasfemia, exclamamos un ¡bendito sea Dios!
La maldición no es buena, nos separa de Dios. Ni siquiera en los momentos álgidos de nuestra historia contemporánea, cuando vemos que un gobierno desalmado se vale de sus diabólicas fuerzas represivas para masacrar a nuestra juventud estudiantil que protesta con legítimo derecho de disentir contra los manejos inescrupulosos y perverso del oficialismo, se justifica una frase disonante, distante del amor de Dios por todos los seres humanos. Combatir sí, pero perdonar también. Si algo tenemos que pedirle a la Virgen María en este su mes que termina, es que nos haga siempre magnánimos, nos enseñe a amar como ella nos ama y podamos decir sin titubeo, ante cualquier circunstancia, ¡bendito sea Dios y su Santísima Madre!