Sobre mentiras, mentirosos y renuncias

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Sobre los embusteros se han escrito manuales completos, condenados a lucir siempre inacabados. Por más que se actualicen y corrijan, dejarán la sensación de estar incompletos. Nos acosará el nombre de alguien que ha acumulado méritos suficientes para figurar en ese elenco de las dudosas reputaciones.

Mentir es relativamente fácil. Más fácil que andar por ahí desfaciendo entuertos como el Quijote, en la defensa de la verdad. Y, hasta en el caso de que la mentira sea derrotada, en el tiempo en que fue creída por muchos, ya habrá surtido su efecto.

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Por estos días han sido difundidos documentales de televisión, basados en manuscritos que la Iglesia tachó de apócrifos, según los cuales es probable que María, la de Magdala, haya sido calumniada todos estos siglos. Quizá no fue una llorosa prostituta. Quizá fue una mujer de cierta posición social, y, Dios nos perdone, con un papel mucho más cercano, y pleno de afectos, en la vida de Jesús, hasta el punto de suscitar celos entre los demás discípulos. Y así, por esos caminos de las mentiras de las que se va nutriendo el carromato de la historia, tropieza uno con la novedad de que Arturo nunca fue rey. O, peor aún, con que Hernán Cortés jamás quemó sus naves. No las quemó, las barrenó.
Pero hay mentiras más funestas. Ese feo arte de falsear la realidad se vuelve más pernicioso cuando penetra la política, porque su toxicidad se esparce en los espacios públicos, afecta al colectivo.

Hannah Arendt, por ejemplo, escribió, basándose en documentos del Pentágono, sobre las mentiras a las cuales apeló el Gobierno de los Estados Unidos respecto a la guerra de Vietnam. Su estudio la lleva a alertar sobre el carácter patológico de la política.

Montado sobre el lomo de esas mismas reflexiones, Umberto Eco nos cita a Jonathan Swift, quien publicara en 1712 un panfleto en que hace referencia a un hombre con un “fondo inagotable de mentiras políticas, que distribuye abundantemente cada minuto que habla y que, con una generosidad sin paralelo, olvida, y en consecuencia contradice, durante la siguiente media hora”.

Ahora mismo se le dice a los venezolanos, con la afectada pose que se asume para exponer lo solemne, que pedirle la renuncia a Nicolás Maduro es inconstitucional. Es la propuesta de aventureros, de radicales, de gestores de la antipolítica. Aparte de que esta tesis es esgrimida ahora por quienes hace apenas unos meses hablaban de fraude electoral, y tildaron a Maduro de ilegítimo, lo realmente curioso es que basta ojear el artículo 233 de la Constitución, para ver que allí, entre las faltas absolutas del Presidente, está asentada, justo después de la muerte, la renuncia. Es decir, seguida de la muerte física, la dejación voluntaria. El acto de acatar el mandato de electores que se sienten defraudados.

Nadie puede obligar al Presidente a renunciar, es verdad. Pero una nación cansada de abusos, ruina, violencia e ilegalidades, está en su perfecto derecho a pedírsela. Si esa es una de las vías previstas en el texto constitucional (“dentro de ella, todo”) para que un gobernante se ponga de lado y deje de infligirle daño a un país entero, por las graves tropelías perpetradas bajo su autoridad, ¿dónde está el delito en buscar esa salida, la de una transición que haga posible el rescate de los valores y principios inmanentes al sistema democrático, actualmente pisoteado para desgracia de una nación a la que sólo le queda, a la mano, el recurso de poner en riesgo su integridad, y hasta su vida, a la hora de exteriorizar su angustia?

Se coloca el expediente de la renuncia como una opción inviable, utópica, irracional. Mentira. Desde 1991, en Latinoamérica abundan los casos de presidentes forzados a dejar sus cargos por la presión popular.

En 1992, Fernando Collor de Mello dimite, en Brasil, tras un escándalo de corrupción. En 1993, en Guatemala, el presidente Jorge Serrano Elías, después de su autogolpe, abandona el poder y una campaña internacional tuvo mucho que ver en eso. En 1999, en Paraguay, Raúl Cubas renuncia a causa de la honda repulsa que provocara su orden de liberar y rehabilitar a un general golpista.

En el año 2000, en Perú, un intocable Alberto Fujimori pasó a las sombras, luego de meses de sostenidas protestas en las calles. En 2001 engrosa esa lista Fernando de la Rúa, sometido a la agitación social provocada por la crisis económica en Argentina. En 2003, en Bolivia, el presidente Gonzalo Sánchez de Lozada renuncia en medio de un hervidero de manifestaciones públicas. En 2004, en Haití, la protesta popular depone al santurrón de Jean-Bertrand Aristide. En 2005, otra vez en Bolivia, Carlos Mesa renuncia al calor de las revueltas sindicales.

La conciencia de lo inaceptable que resulta un engaño deliberado en labios del Presidente de una nación, se ha hecho sentir en la opinión pública de los Estados Unidos con los efectos de un terremoto. Richard Nixon no tuvo más remedio que presentar su renuncia en agosto de 1974, y Bill Clinton, en 1998, estuvo a punto de seguirle los pasos. Uno por meter sus narices ilegalmente en el partido rival, el otro por un lío de faldas con una pasante.

El proceso que en Venezuela condujo a la destitución de Carlos Andrés Pérez por malversación y peculado, resulta ridículo frente al monumental saqueo de hoy. Hablamos de un asalto al erario público que la opacidad institucional imperante quizá imposibilite cuantificar, y hasta castigar, algún día, en su justos términos, mientras los jerarcas en el poder se llenan la boca con las palabras socialismo, pueblo, patria, dignidad.

Un dato histórico, e infame, que no se nos puede escapar, es que en los tiempos de la primera presidencia de CAP, fue el periodista José Vicente Rangel quien denunció la malversación de 250 millones de bolívares de la partida secreta del Ministerio de Relaciones Interiores. Y fue el diputado José Vicente Rangel quien aportó el voto salvado que hizo la diferencia para que Pérez no fuese condenado políticamente en el Congreso Nacional.

¿Razones para protestar? Una reciente encuesta de Alfredo Keller y Asociados advierte que, en comparación con el Gobierno de Hugo Chávez, la gestión de Nicolás Maduro es calificada como “buena” por 33% y “mala” por 64%. Como responsable de la situación actual, apenas 9% se refiere a Chávez. 32% señala ya a Maduro con su dedo acusador.

Mientras 38% cree en la fábula de la guerra económica, 59% atribuye los problemas económicos a la incapacidad del Gobierno y a que “el socialismo no sirve”. 64% de los consultados considera que “Maduro perdió la brújula y hace fracasar la revolución que inició Chávez”. Otro estudio, esta vez de Croes, Gutiérrez y Asociados, revela que 29,3% encuentra “positiva” la situación del país. 69,4% la percibe “negativa”.

Es decir, hablamos de faltas gruesas, del fracaso estruendoso de un modelo que se pretende perpetuar, a costa del bienestar y el futuro de todos. No se trata ya de simples bufonadas y mentirijillas folclóricas como aquella según la cual modificar la hora nos volvería más productivos.

Que arrancarle tres ceros a la moneda haría fuerte al bolívar. Que en un puñado de años nos cruzaría la Red Nacional de Ferrocarriles. Que los iraníes nos inundarían de plantas de cemento y los cubanos de centrales azucareros. Que en 2006 sería posible bañarnos en el Guaire y tomarnos un sancocho en sus riberas.

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