«Mueran los golpistas…» Aquella frase, a todas luces destemplada, resonó en los todavía augustos espacios del Congreso de la República de Venezuela. El senador David Morales Bello, raro híbrido entre Brummell y Demóstenes, luego de disparar tan jacobino cañonazo, atisbó displicente a su alrededor para saber cuál era la reacción de sus colegas ante tal sentencia. Me parece recordar que, televidentes aparte, todos los allí presentes estaban perplejos, pero aún más sus propios compañeros de bancada, quienes se fueron lentamente sumergiendo en sus curules, así como queriendo evitar guardar relación o solidaridad con semejante exabrupto invocado. Pena ajena, pues.
Sin lugar a dudas, aquella frase fue el colofón infeliz de un discurso pugnaz y elocuente en medio de otros discursos, no menos pugnaces y elocuentes, pronunciados en aquella mañana de estupor y luto. No era para menos. Lo que se debatía en esa sesión extraordinaria bicameral no era el tema de si el golpe fallido tenía o no alguna justificación, o si hubo realmente la intención de magnicidio contra Pérez. Lo que se debatía allí, en esencia, era la vida misma del sistema democrático.
Tiempo después corrieron las aguas, negras y blancas, y después de ese hito en nuestra historia patria, después de esa intentona golpista del 4F, después de ese pesado mojón que cayó del cielo como una demarcación a juro en el mero centro de la conciencia colectiva, muy poco tiempo después, notables aparte, octavios y ramones jotas aparte, teorías de conspiración aparte, el Dr. Rafael Caldera volvió a Miraflores.
Fue así, un suceso tan inesperado como el mismo golpe. Luego de un sorpresivo quinto intento eleccionario y sin apoyo alguno de su partido fundacional, Caldera volvió a ganar. Ganó de chiripa que llaman.
Una vez finalizado su mandato, del cual opiniones van y opiniones vienen, la jauría electoral nuevamente se desmandó y corrió sin norte alguno envuelta en su gruesa baba proselitista. Los partidos tradicionales se desesperaron. Sus estructuras secas todavía no se habían recuperado de ese noble y rotundo gancho al mentón recibido en las pasadas elecciones. Después de cinco años sin ver a linda, pensaron, cualquier candidato que les prometiera una humilde victoria, que compartiera el territorio perdido, serviría. No importaba si para ello hubiera sido necesario postular a Irene Sáez o a Yordano. La farándula como fenómeno electoral prometía con creces. La antipolítica la llamaron. Carretera oscura y sin retorno.
Y el resultado no pudo ser peor. Uno de los supuestos líderes de aquella asonada trágica de febrero de 1992, Hugo Chávez, en esencia un farandis y gran pescuecero en foto ajena, resultó electo por vía democrática. Su ascensión al poder esta vez estuvo aupada, avalada y financiada por poderosos personajes que aún hoy se ven por los rincones quejándose de su propia creación. A estos pigmaliones su galatea les quedó fea. Muy fea.
Así, una vez que el golpista asentó sus marciales posaderas en la Silla, ya amo y señor de la Presidencia de la República, la majestad y prestancia del cargo (que algo quedaba), y de todos los demás cargos de gobierno, cayeron cuesta abajo en su rodada. Un lenguaje procaz y revanchista se enquistó en todas las dependencias oficiales. El discurso oficial, decimonónico, bárbaro, atrasado en grado sumo, campeó a sus anchas por toda la geografía nacional. A toda hora arengas repletas de imágenes de mártires/héroes -todos color del pueblo, según ellos-, levantados en armas contra una minoría privilegiada siempre blanca, siempre explotadora, a veces española, otras veces gringa, siempre imperialista. Una letanía empeñada en dividir a juro el país en dos pedazos: en patriotas y vendepatrias, en pueblo y burguesía, en explotados y explotadores, en pueblo y olligarquía, en buenos y malos, en hijos de Bolívar y en hijos del demonio. En suma, en enemigos.
Pero, a la distancia que dan los años, bien mirado, ¿qué más se podía esperar de un candidato cuya principal oferta electoral fue la de freír las cabezas de adecos y copeyanos en un caldero? Patria o muerte era poco.
Hoy es curioso cómo los extremos se tocan, y hasta se acarician con cierto morbo. Veintidós años después que el diminuto y atildado senador invocara la presencia de la parca en el hemiciclo, un afiebrado diputado con el sugestivo apellido de Amoroso, ha solicitado, letras más o letras menos, la pena de muerte para su colega María Corina Machado por “mal poner el país”. No revuelvas el pasado, Elvis. Don´t be cruel.
Hasta que la muerte nos separe
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