La situación económica del país se torna tan dramática que el propio presidente del BCV, Nelson Merentes, se ha visto forzado a admitir que “no están buenos los valores de inflación y crecimiento”. Una manera elegante de decir que los números asumen el color de la revolución: rojo. Ya se sabe que la suma de estancamiento e inflación da estanflación. Un desolador cuadro que agudiza el desempleo, evapora el salario y suele desembocar en la recesión.
Y justo por estos días, Colombia ha dejado al desnudo uno de los lados de nuestra vulnerabilidad. El vecino país avisa que, en previsión de una inminente sequía, suspenderá el suministro de gas natural a Venezuela. Son nada menos que 4.245.000 metros cúbicos diarios de gas. ¿Dónde está la soberanía (alimentaria, energética) tan pregonada por los discursos oficiales?
La renta petrolera, en una nación financieramente dependiente de un solo rubro, el crudo, hace aguas. Las cuentas en la balanza de pagos inquietan. Sectores muy sensibles acusan problemas para importar sus insumos. El Gobierno se ha visto en la necesidad de apagar los fuegos que han amenazado con paralizar al sector automotriz, a las líneas aéreas. Trata, asimismo, de lanzarle un salvavidas a los centros comerciales, después de haberlos atosigado con sus controles. Los periódicos sin papel magnifican ante el mundo la debacle que se pretende ocultar. Más deprimente aun, porque compromete la salud de millones de compatriotas, es la situación de la industria farmacéutica. Se estima que la escasez de medicinas trepó al 60%. Eso abarca, en un mercado intermitente, las vitaminas que requieren las embarazadas, los hipertensivos, los fármacos buscados desesperadamente por diabéticos y pacientes con problemas cardiovasculares.
Eso explica por qué el tono del trato a los empresarios cambió de repente. La tan vilipendiada Fedecámaras, acusada hasta hace unas horas de acometer la “guerra económica”, se vuelve frecuente huésped de Miraflores. La tuerca que, al menos en apariencia, destraba la relación del Gobierno con los hombres de empresa, es una oferta de 3.600 millones de dólares que, según los entendidos, no están disponibles. El descenso en las reservas internacionales ha sido drástico, al punto de que se asegura que un Ejecutivo falto de liquidez apenas cuenta con 600 millones de dólares en efectivo.
En la tempestad que anuncia esa atmósfera, tan enrarecida, tachonada de incógnitas terribles, luce inaplazable la búsqueda de un pacto social que obre el milagro de alinear a los sectores fundamentales de la vida nacional, tras un proyecto común. Pero no es eso, precisamente, lo que procura el Gobierno, inmerso en sus delirantes contradicciones. En lugar de atacar el origen de los males que nos agobian, se ocupa de los efectos. Con una estrategia incomprensible, suicida, le arroja a la crisis más ingredientes que acabarán volviéndola insostenible, y, enterados del malestar que avivan, se han arbitrado mecanismos judiciales para aplastar la protesta, hasta el extremo de su prohibición.
La resolución 058 del Ministerio de Educación, ya en práctica en la mayoría de las escuelas oficiales y en muchos colegios privados, es uno de esos detonantes. Viola la Constitución, que en sus artículo 102, 103 y 104 habla de una educación integral, “fundamentada en el respeto a todas las corrientes del pensamiento”. Cercena el derecho preferente de los padres, consagrado en la Declaración Universal de los derechos Humanos, a escoger la educación que recibirán sus hijos.
La aplicación de esa norma, que no vacilamos en calificar de odiosa, pues persigue convertir en oficial la ideología socialista, accidentalmente en el poder, avizora nuevas turbulencias, más conflicto. Y tratándose de la transgresión de un tesoro sagrado, el de los niños, lo más probable es que esta vez la indiferencia que ha privado frente a otros abusos, se verá estremecida por una indignación que ninguna acomodaticia “interpretación” de la Constitución por parte del TSJ, podrá ahogar.