Estos días santos han abierto espacios en los radicalizados pliegues del tejido social, para una prudente reflexión.
Ciertamente, quizá porque el diálogo Gobierno-MUD enfrió en apariencia la calle, o por el recogimiento espiritual que impone la Semana Mayor, ha prevalecido un ánimo más moderado a la hora de analizar los delicados acontecimientos del país.
La protesta de calle amainó. Las iglesias y el mensaje del Clero, recuperaron audiencia. No pocos se regalaron una escapada a la playa, al campo, a la montaña; pero, sea como fuere, se dio un paréntesis, en medio del cual algunas voces serenas, autorizadas, se han dejado oír. Llaman a no perder la fe en las posibilidades reparadoras del acercamiento entre los jerarcas del Gobierno y una parcial representación de la oposición venezolana.
Ayer mismo, el papa Francisco ha pedido, en su mensaje de Pascua, la resolución de conflictos que estremecen al planeta, “pequeños o grandes, antiguos o recientes”. Citó su anhelo en el sentido de que en Venezuela se produzca una pronta reconciliación.
La palabra del Papa recoge un propósito imperioso. Nada edificante es que el obispo de Roma se refiera a nosotros al pasar revista a conflagraciones como las de Ucrania, Iraq, la República Centroafricana o Sudán del Sur. No, nada grato es que Venezuela figure en ese elenco de pueblos sometidos a la angustia de una guerra, así como a sus desastrosas secuelas en muertes, en los terribles surcos de cicatrices sociales que tardan en sanar, en cuanto a posibilidades de progreso y redención marchitas.
Por eso es, justamente, que hemos insistido en estas líneas, semana tras semana. La paz no es una pose, una foto. Por principio, paz no es simplemente ausencia de guerra. Diálogo no es cháchara vacía. Aplazar, dar largas, no resuelve los dilemas, todo lo contrario, con frecuencia los complica más. Urge, entonces, que medie un compromiso, un espíritu compartido de sincera rectificación; y la principal responsabilidad recae en el Gobierno, sobre todo cuando hablamos de un Gobierno que concentra en su puño las competencias de todos los poderes públicos.
De manera que la reconciliación exige mucho más. El reconocimiento planteado no es hacia un puñado de actores políticos, por muy calificados que estos sean, sino hacia el país como un todo, sin excluir a esa parte de la sociedad que no cree en quienes la gobiernan y tiene todo el derecho del mundo a seguir dudando. Incluso, no toda la MUD está presente en esos diálogos. Es notoria la ausencia, y disconformidad, del movimiento que los forzó a sentarse alrededor de una mesa: el estudiantado.
Para colmo, la represión sigue, invariable, cada día con más sofisticaciones y variantes. El diálogo no supuso una tregua. A la cruel represión de quienes protestan, se añade la amenaza a los defensores de los derechos humanos. El Foro Penal Venezolano y Funpaz, que cumplen una labor digna del mejor de los encomios, han formulado denuncias en ese sentido. A los presos les advierten que no les conviene tenerlos a ellos por abogados, porque “les irá muy mal”. Asimismo, la represalia oficial se desata contra clínicas y médicos que tratan a los estudiantes heridos, y hostiga a los vecinos que los resguardan en sus viviendas cuando huyen de las tanquetas y de los gases tóxicos.
Estamos en presencia ya no sólo de la criminalización de la protesta sino de la más desproporcionada e inhumana de todas las indefensiones. Los heridos en el curso de las manifestaciones no podrán ser curados en clínicas ni debidamente asistidos en los tribunales. Además de las vejaciones sufridas, saldrán con medidas cautelares que les limitan sus derechos políticos. La osadía de llevarles agua o unos tequeños, como en efecto ha ocurrido, puede ser castigada con cárcel, bajo los cargos de terrorismo o asociación para delinquir. Y si a eso le agregamos que ya el Gobierno dijo, de manera rotunda, que no habrá amnistía para los presos políticos, cabe una pregunta, simple y cándida: ¿Se están sentando, en verdad, las bases para una reconciliación?