Campana en el Desierto: En defensa de las protestas

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Es verdad, Gandhi obró el milagro de derrotar al imperio británico a punta de no-violencia, pero la suya, está claro, fue una no-violencia activa. ¡Activa, agresiva, llena de riesgos!

No es que Gandhi sometió a su poderoso adversario poniéndose delante de los periodistas, a declarar sandeces como: “El Gobierno viola la Constitución”, o “el régimen debe rectificar de inmediato”, como ocurre aquí todos los días, con buena parte de nuestros cómodos políticos. Líderes de historia chiquita, de crónica liviana, frívola, que no parecen dispuestos a sacrificar nada en función del superior interés colectivo. Cuando el pueblo arde en frustración, ellos se muestran tibios, con una serenidad asquerosa. Dudan en reconocer que estamos bajo una dictadura. Confían en que alguien leerá los “documentos” llevados de tanto en tanto a la Defensoría del Pueblo, a la Fiscalía. Pareciera que están a la espera de que los tiempos cambien, por su cuenta, para saltar, en ese golpe de suerte, como fieras hambrientas sobre la oportunidad fácil.

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La no-violencia activa de Gandhi incluyó la emblemática Marcha de la Sal, de 300 kilómetros, que emprendió casi solo, desde Karachi hasta Dandi, a donde llegó con una muchedumbre dispuesta a todo. No fue un gesto simbólico de aquel flaco semidesnudo, un mero saludo a la bandera, un bobalicón ejercicio de burocratismo político. Definitivamente no era algo que estuviera en el libreto de los oportunismos, de lo “políticamente correcto”. Porque detrás de aquel desplante eminentemente pacífico yacía un rotundo y provocador acto de desobediencia civil. Gandhi se alzaba contra el impuesto a la sal, que los hindúes utilizaban para refrigerar sus escasos alimentos. (Aquí se habría levantado contra el ISLR, o contra el IVA, usados para expoliar a los contribuyentes, dilapidar y comprar las tanquetas y esa inagotable provisión de bombas lacrimógenas que disparan y asfixian a todos quienes piensen distinto. ¡Y estamos en democracia!) Es más, Gandhi peleaba por algo que él, en su ayuno sostenido, en la frugalidad de su áshram, ni siquiera habría de necesitar. Y cuando aceptó dialogar con el virrey Irwin, puso fin a su guarimba, es verdad, pero a cambio de que a los hindúes se les concediera, de una vez, el derecho natural a producir su propia sal con fines domésticos. No se fue a casa con una promesa vaga, distraccionista, sino con un trofeo histórico. Una conquista por la cual 60.000 de sus seguidores, y él mismo, pagaron cárcel.

Y, ¿qué decir de Nelson Mandela? Otro ilustre no-violento que aprendió el afrikáners, el idioma de los blancos, y se familiarizó con la cultura de esta minoría opresora, no para convivir, blindar un privilegio y asegurar una ocasional cuota de poder, sino para comprender mejor a su adversario, descifrarlo, y avanzar con mayor eficacia hacia su meta: el fin de apartheid. Y eso pasaba por justificar, incluso, el empleo de las armas, porque la opción que seguía, llegó a decir Madiba, era inaceptable: rendirse y someterse a la esclavitud.

Ahora vamos con Gene Sharp y su tan difundido libro De la dictadura a la democracia. Un verdadero tratado sobre cómo evitar el afianzamiento, o perpetuidad, en nuestro caso, de las tiranías, sin que se produzcan masivos derramamientos de sangre. Sus tesis han inspirado procesos como los vividos en la primavera árabe, al igual que en las revoluciones que dieron al traste con Milosevic en Serbia y Yanukovych en Ucrania.

Pues bien, así como el apacible Gandhi llamó a “no colaborar” con el déspota, y a producir ultimátums, y a la formación de un gobierno paralelo, este predicador de la lucha cívica, porque “las rebeliones violentas desencadenan violentas represiones, que dejan a la población más indefensa que antes”, recalcó el poder de la resistencia interna.

Sharp nos alertó sobre las ofertas de paz de las dictaduras. No son sinceras. La razón es simple, y válida para nuestros asuntos: Si la dictadura quiere paz, y si lo mueve el amor, “bien podría, por su propia iniciativa y sin ninguna negociación, restaurar el respeto a la dignidad y a los derechos humanos, liberar a los presos políticos, acabar con la tortura y suspender las operaciones militares”.

En tanto, nosotros, aquí, en este “infierno blando”, adormecidos como estamos por un viejo complejo de culpa que nos impide hasta llamar las cosas por su nombre y apellido, y asumir los derechos que asisten a todo ciudadano en cualquier rincón civilizado del mundo, todavía dudamos si protestar es bueno o malo. Oímos a los nuestros, se supone, condenar la “violencia de lado y lado”, señalar o desmarcarse de los “radicales de uno y otro bando”, como si fuese lo mismo, o no hubiera nada desigual en eso de enfrentar con pancartas, piedras o basura, a los tanques militares, a uniformados vaciados de alma, adoctrinados en el odio, autorizados para torturar, humillar, allanar lo que se les antoje y violar, como poseídos, con un desparpajo satánico. Actuamos, vacilantes, como si el coraje y la dignidad fuesen adornos de la personalidad, y del amor propio, que sólo les toca probar a los gochos. Como si fuese lícito comparar a nuestros estudiantes, los malos estudiantes inclusive, con esas bestias apertrechadas de impunidad que se ríen a carcajadas de sus inauditas crueldades y escupen, fuera de sí, en sus rituales sangrientos, una turbadora y viscosa vesanía. No hemos entendido, después de todo, que no es la protesta de calle, sino la estrategia oficial de impedir que los pobres dejen de ser pobres, y boicotear, por ende, el progreso, el ascenso social, lo que nos tiene quebrados, con el futuro expropiado. Se ha aceptado, de buena gana, que los excesos corren parejos entre una ciudadanía indefensa, puesta contra la pared, asaltada en sus hogares, acribillada a pleno día en las calles, obligada a retirar escombros ardientes con las manos, reseñada como criminales, con prohibición de hablar de las atrocidades sufridas y de volver a manifestar; eso, por un lado, y por el otro un Gobierno gangsteril, que no guarda ya ni las mínimas formalidades que corresponden a la democracia y el Estado de Derecho, cuando en verdad funcionan.

De manera que no todas las luchas pacíficas, o no-violentas, son cortadas con la misma tijera. La de Gandhi le torció el brazo al imperio británico. La que preconiza Sharp subraya la resistencia, la no cooperación, como fórmula primera. En uno y otro casos se trata de una no-violencia activa. Sin el más leve trazo de complicidad con la dictadura. A diferencia de la lección que nos dan los estudiantes y la admirable firmeza de María Corina Machado, Antonio Ledezma y Leopoldo López, el desapasionado pacifismo que aquí proclama cierto liderazgo permitirá, en cambio, que, ya relegado al olvido el fantasma de Franklin Brito, muera en la cárcel, vencido por todas las menguas, el inocente de Iván Simonovis. Leopoldo seguirá en Ramo Verde, recordado, eso sí, por la discreta y conveniente alusión protocolar impuesta por la mezquindad. Sobre nuestra fría pasividad se levantarán las lápidas de otros Bassil Dacosta, de otras Génesis Carmona. Y así seguiremos, impertérritos, desairados hasta por alguien del pelaje de Insulza, pendientes de las profecías del brasileño en su cuenta de Twitter. Tapiados por las televisoras de la infamia. Temerosos, en este valle de lágrimas, de la hoguera que encienden “los violentos de este lado”. Hasta que, algún día, el brazo del opresor se canse de lastimarnos y su boca sangre de tanto despreciarnos.

Foto: AP

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