Lucía claro, desde un principio, que Nicolás Maduro no estaba preparado para llevar las riendas de una nación de la jerarquía histórica, económica y social, de Venezuela. Lo corroboró él mismo en su primer mensaje ante la Asamblea Nacional, al confesar que jamás se imaginó llevar colgada sobre su pecho, algún día, la banda presidencial (por cierto, se la cruzó al revés). Era, y es, un accidente. La opción desesperada de su mentor, el obligado descarte, en los nebulosos y acuciantes trances de la muerte.
Lo peor es que en el tiempo que lleva en Miraflores no ha hecho ningún esfuerzo en colocarse a la altura de su grave responsabilidad. Todo lo contrario. Pésima copia, deplorable caricatura del «comandante eterno», sin su carisma ni asomo de su ingenio seductor, carente de olfato, torpe y turbio, presa de su entorno, sólo ha logrado reproducir, abultados, los defectos de Hugo Chávez, al punto de que muchos de sus más encarnizados detractores ahora lo añoran. No ha aprendido las artes de gobernar. En su inmensa necedad no alcanza a descubrir el principio de gobernabilidad, no descifra la natural tensión que en toda sociedad priva entre el sujeto y el poder.
Ya en su elección de abril, plagada de ventajismo y nula transparencia, se notó una temprana frustración dentro del universo chavista. Pese a ser puestos a jurar ante el finado, en la invasiva propaganda, unos 800.000 afectos al oficialismo no votaron por Maduro. En Aporrea, un diario emblemático de la revolución, Juan Gómez Muñoz se descargó así, entero, su despecho: «Ganamos sí, pero creo que ha sido la primera victoria con un desagradable y auténtico sabor a derrota».
Ahora es la nación, en su conjunto, la que se siente indignada. Se ha puesto de pie, dispuesta a pasar, desafiante, por encima de las barreras del miedo y a encarar los sanguinarios desgarrones de la violencia oficial. Hay impaciencia, hay agitación, hay rabia. Y justo cuando un dolor inmenso se incrustaba en el corazón de la patria, el coraje que sopla desde las montañas andinas y el irreverente entusiasmo por la lucha reflejado en el rostro imberbe de nuestros estudiantes, rescató de nuevo la ilusión, el aliento, la fe en nosotros mismos.
Del lado del Gobierno, en cambio, se percibe un peligroso desequilibrio que nada bueno augura. De la fabulosa guerra asimétrica contra el Imperio se ha pasado a dar manotazos impertinentes, sin orden ni concierto. Los fantasmas ahora rondan además desde Colombia, México, Panamá, Chile. Ya no basta encadenar, comprar plantas televisoras y estaciones de radio al por mayor, dejar a los periódicos sin papel, bloquear las redes sociales. También se suspenden pasaportes a quienes protesten, aunque antes se anunció que irían presos. A la GNB, la PNB, la Aviación, el Ejército y sus tanquetas, suman ahora a los tupamaros. Sospechar que Patricia Janiot transporta cocaína en sus sandalias; retirarles las credenciales a los corresponsales de CNN para devolvérselas unas horas más tarde; mandarles una batería de rasantes aviones Sukhoi a los tachirenses y sus improvisadas trincheras; amenazar con cortar el suministro de combustible en zonas bajo «asedio fascista»; y detenerse, en medio de este caos, para regular los tatuajes y alargar el asueto de Carnaval, todo eso describe a un régimen fuera de sus cabales. Y si, encima, el Presidente, tras ocho muertes y 137 heridos en protestas, 18 casos de torturas documentados por Provea y 506 detenciones, se permite decir que «han querido vender la idea de que el Gobierno reprime», queda entonces en evidencia un desprecio absoluto por los derechos humanos y las formalidades de la democracia.
Es tiempo de sensatez, de pensar bien cada paso. Pero, es preciso advertirlo, es la hora de no desmayar, de no ceder a la comodidad, a la inmediatez. Confucio lo diría de esta manera: Cabeza fría, corazón caliente y larga la mano. La situación del país es, sencillamente, insostenible. No merecemos vivir así, ni el futuro que esto nos asegura. Cada día que transcurre se vuelve más pesado, costoso y criminal, el lastre que este Gobierno deja como ominoso legado.