Editorial: ¿Quiénes son los fascistas?

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Desde una tarima en la cual su gruesa humanidad sobresalía por encima de una barandilla con la inscripción “Pueblo de paz”, Nicolás Maduro ha lanzado maldiciones a diestra y siniestra, tildó de “cobarde” al “fascista con sobredosis” (Leopoldo López) por no entregarse a “la justicia”, acusó a Álvaro Uribe de financiar las protestas estudiantiles que van para dos semanas y, de paso, lanzó esta perla: si la gente sigue en las calles, expresando su malestar ante el desastre de su desgobierno, intensificará la revolución “más allá de sus límites”.

¿Qué significa eso? Nada bueno, se supone. Y semejante aseveración la plantea, el propio Presidente, como si de cualquier cosa se tratara, luego de informarle a la nación que está en curso un intento de golpe de Estado. Es una advertencia que, no sólo por la falta de precisión, desconcierta. Porque cuesta comprender cómo es que hablan en términos catastróficos de una interrupción del hilo constitucional, y condenan a los “golpistas”, los mismos que exaltaron al 4 de febrero (por la sangrienta intentona militar de 1992) a la categoría de “Día de la Dignidad Nacional”.
Tampoco puede entenderse que hablen tan alegremente de fascismo, en tercera persona, cuando uno de los rasgos principales de este movimiento político, surgido en Europa, es, precisamente, el autoritarismo ejercido desde el poder. A través de un aparato propagandístico el fascismo procura desdibujar la realidad. Acrecienta el dominio al descargar su ira contra el ”enemigo”. Su objetivo es subordinar al individuo al Estado, dar paso a un “hombre nuevo”, erigirse en los auténticos representantes del pueblo, refundar la nación, partidizar la justicia, mitificar y mutilar la historia, implantar una verdad única. ¿Quiénes son los fascistas criollos, entonces?
Sin decretar un estado de excepción, como lo prevé el artículo 337 de la Constitución, Maduro se ha permitido señalar, en cadena de radio y televisión, ante un “pueblo de paz”, que todo quien se atreva a salir a protestar sin pedirle permiso “va preso”. Y resulta que ese mismo artículo constitucional ya citado, contempla que bajo un estado de excepción, declarado ante circunstancias graves, podrán ser “restringidas temporalmente las garantías consagradas en esta Constitución, salvo las referidas a los derechos a la vida, prohibición de incomunicación o tortura, el derecho al debido proceso, el derecho a la información y los demás derechos humanos intangibles”.
Es decir que, incluso con las garantías suspendidas, el régimen que nos pisotea no podría hacer todo cuanto hace. Eso lo coloca al margen de la Constitución. Ahora está claro no sólo quiénes son los fascistas, sino también qué bando es el golpista. Porque aquí el derecho a la vida es una cruel farsa. Está suspendido, de facto. Igual el derecho a la información, al debido proceso. La única garantía cierta que tenemos es la de estar expuestos a morir en cualquier esquina. La Constitución, ese librito azul que tanto exhiben, reza en su artículo 68: “Se prohíbe el uso de armas de fuego y sustancias tóxicas en el control de manifestaciones pacíficas”. Sin embargo, el canciller Elías Jaua tiene la desfachatez de decirle a CNN que no ha visto las fotos ni los videos que, ante la autocensura impuesta a los medios tradicionales, huelgan por las redes sociales.
Jaua no ve el abuso, y pretende que el mundo tampoco lo vea. El canal colombiano de televisión por cable NTN24 fue sacado del aire, por orden de Conatel, cuando transmitía las protestas. Caso flagrante de censura. A periodistas de AFP y AP les arrebataron sus cámaras filmadoras. El director de medios de Provea fue secuestrado y amenazado. A las órdenes de captura ya libradas se suma una larga lista de defensores de derechos humanos hostigados por los cuerpos de seguridad. Hasta la difusión de imágenes en Twitter fue bloqueada. Y, la nota más triste: es poco probable que las muertes ocurridas durante las marchas sean investigadas con un mínimo sentido de justicia. El sesgo es descarado, tan criminal como las propias muertes, y las torturas, físicas y sicológicas. Los muchachos son sometidos en instalaciones militares a “cursos socialistas”. El prejuicio lo dejó al descubierto la fiscal general, Luisa Ortega, cuando se negó a recibir a los estudiantes, el 12-F, por su “alta agresividad”.
Conclusión: en Venezuela no existen garantías. Ni democracia. Con su despotismo, el Gobierno empuja al país hacia la disolución como cuerpo social, hacia la anomia. Reconforta, eso sí, escuchar, aunque aisladas, voces que se levantan oportunas, heroicas, insobornables. Los estudiantes en primera fila. También los medios que se muestran dispuestos a resistir hasta su último aliento. Periodistas que, revestidos de inspiradora dignidad, han reaccionado en televisoras e impresos asaltados a punta de billete, frente a una línea editorial arrastrada ante el poder. Y cómo obviar la pulcra palabra del arzobispo emérito de Barquisimeto, monseñor Tulio Manuel Chirivella, quien se ha sentido obligado a dejar el retiro que su edad venerable aconseja, para tocarle el corazón a una de las figuras emblemáticas del oficialismo, llamar a la conciliación, y advertir algo justo y verdadero: “De esta parte lo que hay es cansancio”.

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