En nuestra columna anterior alertábamos sobre la inconveniencia de intentar resolver el problema de la delincuencia y su consiguiente carga de violencia en el país a través de más violencia, ahora ejercida por el Estado.
Seguimos pensando que no es un asunto de represión sino muchísimo mas complejo. Control no es represión aunque lo parezca. Su solución requiere respuestas interdisciplinarias y la participación de todos aunque los niveles de responsabilidad y acción no sean los mismos. Es importante debatir a todos los niveles, institucionales o no, públicos y privados, académicos, comunales, gobierno y oposición, si esperamos que el miedo al miedo no se imponga.
Pienso en “Ciudad de Dios”, película brasileña cuyo tema es la violencia dentro de una favela, permeada como cualquier comunidad por un sistema de relaciones que la define: la familiar y vecinal, la de delincuentes adultos distribuidores de la droga, quienes van siendo sustituidos sin mucho preámbulo y con pasaporte a la muerte por los jóvenes a quienes incorporaron como sus segundos a bordo, losque a su vez son eliminados por los niños que los tenían como sus héroes. Me impactó por el tema y el juego de las cámaras que producen vértigo visual. La recuerdo cuando leo a Alejandro Moreno quien afirma con la autoridad que le otorga su investigación sobre el tema, que no tenemos tantos delincuentes en el país como pensamos sino grupos de jóvenes que se manejan con una especie código de la muerte. Con armas, capacidad de movilización, facilidades para delinquir y total impunidad pues no son controlados. Les impulsa una motivación banal, desarrollan sus propios valores en los que la violencia viene a ser una forma de vida. “Saben lo que hacen, quieren lo que hacen y lo comparten todos. Todos tienen el mismo punto de vista.”Y la muerte es una actividad cotidiana.
El “desorden” de sus conductas es réplica del desorden social. Familias disfuncionales con padre ausente más la figura materna abandonante o cruel sin la influencia de la escuela como referencia de vida, ni de valores porque éstos son signos vacíos de contenido y ejemplo. Quienes acusan a los medios de fomentar actitudes violentas, olvidan que cuando se aprendió desde niño a discriminar entre el bien y el mal, lo correcto o no, lo solidario o insolidario y a pensar sobre la consecuencias de las elecciones y actuaciones, podrá decidir sobre lo que desea ser y distinguirá una película de la realidad, porque ésta no funciona como sustituta de la educación familiar, escolar ni social.
“Que ése era su trabajo”, le escribió el joven delincuente a su víctima, a la que acababa de robar el carro y negociaba su rescate. “Que hoy ya no se puede creer en nadie”, acotó, porque incluso a él, “una mujer le había robado con un pistolón veinte mil bolívares, que la calle estaba dura y había que cuidarse”… Todo escrito con una ortografía digna de Trucutú y una ausencia total del sentido de lo incorrecto, de lo inmoral, de lo indebido y una concepción de la victima, como si en lugar de ser una persona es un objeto a ser utilizado. En fin, como quien se considera parte del aparato productivo y sufre y padece como el resto de los mortales cuando sale a “trabajar”.
La descomposición social alcanza todos los niveles. En todas las clases sociales la ética se parece al chicle y el compromiso social es un asunto para los demás. Se “naturalizó” como parte del ejercicio del poder, el desvío de recursos del Estado a cuentas particulares, así como la violación del estado de derecho, lo cual nos deja indefensos frente a los abusos. La penetración del narcotráfico en las altas esferas militares es secreto a voces, así como su complicidad en el contrabando de alimentos y gasolina.
Ha de discutirse la descomposición de los cuerpos policiales. Para unos cuantos de sus miembros no hay diferencia entre representar la ley y delinquir y para otros, no vale la pena denunciar tales casoso corren riesgos si los “azotes” son sus vecinos de barriada. ¿Complejo, verdad? Muchísimo, pero vale la pena quitarnos esta congoja que nos salta cada vez que comprobamos que dejamos de ser mejores personas, al volvernos desconfiados, insolidarios e indiferentes o al sentir que el miedo a la muerte gratuita no es gratuito. En fin, porque cada día dejamos de ver la belleza de este país y de los que no somos delincuentes.
LAS VOCES DE PENÉLOPE – DEL MIEDO AL MIEDO
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