No voy a referirme a la película inglesa estrenada en 1969 bajo ese título, dirigida por James Clavell bajo el género del drama y violencia juvenil. Lo hago en referencia a la fecha tan especial del 15 de enero donde se celebra el día del Maestro, dedicado a hombres y mujeres que día a día consagran sus vidas a fomentar los valores éticos y morales en los ciudadanos del mañana.
Ser niño es una etapa en la que uno puede quedarse si quiere. No hay ninguna ley que lo prohíba, y para ello no hay más que cerrar los ojos con fuerza y pedirlo con convicción.
No hay nada malo en hacerse mayor; al contrario, pero el único pecado real que existe, es el de borrar de nuestra memoria lo niño que fuimos.
Los niños que llegábamos a la escuela con un maletín ( ya no lo usan), en cuyo interior iba el libro “Pancho” con el cual muchos aprendimos a leer, un cuaderno a rayas, otro de dibujo, un sacapuntas, una cajita de colores, y a veces la revista tricolor.
Escuchábamos clases de 8 a 11:30 de la mañana y de 2 a 4:30 de la tarde. Los maestros (as) a veces tiernos y cariñosos, otros gruñones e intolerantes. Los dos primeros grados los sufrimos, algunos por mala conducta, con el castigo de una palmeta en la mano, o de pie durante toda la clase de espalda a los compañeros.
Las enseñanzas eran espléndidas. No se mezclaba en el programa educativo la publicidad del Presidente de la República, no existían misiones de qué hablar, ni las bondades de un socialismo del siglo XXI, los pupitres amplios en salones cómodos, y el receso, no recreo, de 15 minutos.
El miércoles 15 de enero se celebró el Día Nacional del Maestro en Venezuela, pero hoy, ayer o mañana se perpetúa a miles de hombres y mujeres que dedican sus vidas a la formación de los ciudadanos, desde la más temprana edad, con la intención de forjar el ser, en lo intelectual, lo moral y lo espiritual.
¡Oh, mi maestro!
Desde Pativilca, el 19 de enero de 1824, Simón Bolívar escribió a su antiguo maestro don Simón Rodríguez una de las cartas más hermosas, no sólo por los sentimientos que se removieron en su conciencia al saber que su antiguo educador estaba en Colombia, sino por los conceptos que le merecieron la profesión de él. Este es un fragmento de esa carta:
«¡Oh, mi Maestro! ¡Oh, mi amigo! ¡Oh, mi Robinson, Ud. en Colombia! ¡Usted en Bogotá y nada me ha dicho, nada me ha escrito, sin duda Ud. es el hombre más extraordinario del mundo… Con qué avidez habrá seguido Ud. mis pasos; estos pasos dirigidos muy anticipadamente por Ud. mismo. Ud. formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso…”
Hace muchos años, en un pequeño y lejano país, comenzaron a acumularse los problemas para sus habitantes. Una persistente crisis económica castigaba los escasos sectores productivos, la pobreza ocupaba sus calles, la delincuencia acechaba por las esquinas y el gobierno pasaba penas ante una situación tan complicada.
Tantas desgracias castigaban al pobre país, que hasta el precio de la gasolina iba a ser aumentado, el dólar cada día más caro, y como era de esperar, la popularidad del Presidente de la República se fue a pique en cuanto la prensa “desestabilizadora” publicó la terrible noticia.
Un día, el gobierno llegó a la conclusión de que no tenía más salida que incrementar las fuerzas del orden público porque los robos iban en aumento.
Como el presupuesto estaba más que agotado, se tomó la dolorosa decisión de despedir a 100 Maestros y contratar otros tantos policías pero fue peor el remedio que la enfermedad. Las aulas se masificaron a tal punto de que los alumnos, faltos de control y cansados de pelearse por una silla, dejaron de ir a clases, se organizaron en pandillas y convirtieron las plazas públicas en escenarios de sus competiciones y pendencias.
El Presidente agobiado por tantos y graves acontecimientos, reflexionaba en el sillón de su despacho cuando de repente se sobresaltó. ¡Paulino, despierta que se te hace tarde para ir al colegio! Le dijo su mujercita con una mirada socarrona. Y luego dices que nunca duermes, le añadió.
-Figúrate que me quedé dormido y tuve tremenda pesadilla. Yo era el Presidente de ese país.
Deja de hablar boberías, échate un baño y vete a la escuela que hoy es tu día y tienes un homenaje de los alumnos.
Le dio un beso y bajó corriendo las escaleras. Feliz día maestro, le decían sus vecinos.
Entró en su coche sonriendo, arrancó el motor y se colocó las gafas, el sol era radiante, su profesión le parecía la más hermosa del mundo, y eso lo hacía feliz.
Ayer, hoy, mañana y siempre, ¡Prosperidades, maestros!
Al Maestro con cariño
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