Discurso:110 años de EL IMPULSO en el Concejo Municipal de Palavecino

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Discurso pronunciado por José Ángel Ocanto con motivo de los 110 años de EL IMPULSO Concejo Municipal de Cabudare. 23 de enero de 2014

Era donde se cruzan las calles Lara y Comercio.

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A un costado, el Convento de Santa Lucía, escenario de la leyenda que habla de cómo el Diablo se soltó en Carora. La saga de los contrabandistas Hernández Pavón que entraron a la ciudad, de tan pacíficas y densas resolanas, para rescatar de entre las rejas, en temprana acción comando, a uno de sus hermanos. Mataron al centinela de la cárcel, desarmaron al resto y salieron de allí junto al primer pran de la historia. Confiados, los bandoleros ni siquiera se molestaron en huir. Pronto se vieron cercados. Fue cuando se refugiaron en la “casa del Señor”, una de cuyas puertas fue derribada por los alcaldes, pese a la piadosa resistencia del cura. Los aprehendieron. Todos en el pueblo atribuyeron a una fuerza sobrenatural aquella imagen de los cuatro hombres fusilados en la Plaza Real.

Y si uno mira hacia el otro lado de esa cuadra principal, en dirección a Barrio Nuevo, el barrio más viejo de Carora, verá allí, muy cerca, enhiesto aún en estos días, el Balcón de los Álvarez. Allí fue agasajado, y visto bailar, un vals, otro, el Libertador, en 1821, de paso hacia Trujillo; pero también en esa misma casona el “Cojo” González dio muerte, a machetazos, al ¿siquisiqueño, riotocuyano? Juan de los Reyes Vargas, coroneles del ejército patriota ambos. Le cobraban al intrépido “Indio” Reyes Vargas, uno de los sitiadores del general Urdaneta en Valencia, el desliz de haber servido algún tiempo a los realistas, captado, se dice que bajo sugestión, por un sacerdote, quien “le hace sentirse pecador al haber ofendido a Dios y a su rey”.

Asimismo, en esta altiva y blanca casona, que habitara el doctor Pablo Álvarez Yépez, “Paúcho”, estuvo preso el fraile Ildefonso Aguinagalde, poco antes de que lo echaran con manifiesta deshonra de Carora, apenas estallaran los primeros tiros de la Guerra Federal. El monje, educador, humanista, era un amarillo, o liberal, a ultranza, y existía el muy fundado temor de que encandilara a los paisanos con sus febriles ideas. Corría el 15 de noviembre de 1859, cuando lo montaron sobre los lomos de un burro, sentado hacia atrás, y así, de espaldas al camino, lo vieron alejarse del Cantón. Ya en las afueras, el fraile Aguinagalde se sacudió las sandalias, para no llevar consigo ni el polvo de aquella tierra perdida, y, según la tradición, expresó su abominación: “Malditos sean los godos, hasta la quinta generación”.

45 años más tarde, aquel viernes primero de enero de 1904, desde el caserón construido por los Blanch, sede de la Imprenta Torres, justo donde se cruzan las calles Lara y Comercio, a un costado del Convento de Santa Lucía y a escasos palmos del Balcón de los Álvarez, justo desde ahí, emprendían vuelo jubiloso dos hojitas de 22 por 31 centímetros, en las cuales se hacía la más imprecisa de las precisiones: Era un diario que “circularía todos los días de labor sin hora fija”.

Ya en Barquisimeto había aparecido el primer periódico, en 1834, “El Barquisimetano”, editado por el abogado Andrés Guillermo Alvizu. Le seguirían El Atalaya, El Imprudente, La Gacetilla. Algunos lograban sostenerse, y afianzaban lectoría; otros, efímeros, desaparecían tras un puñado de números, casi siempre en el pregón de lances políticos. 1834 fue, por cierto, el año en que, cuando en el país no se había implantado aún la instrucción pública, el presbítero José Macario Yépez, el de la célebre imploración a la Divina Pastora, levantó una escuela que por primera vez pudieron pisar los negros.

Carora, tierra dura y agria, de brisas exhaustas, es el nombre de lo telúrico, voz de tambor profundo y ancestral. Es cuero, es raíz, es una manera de entender la vida y sus muertes. Carora es la cruz que redime y es también el diablo andariego y tentador. El mismo diablo a quien Héctor Mujica, de tan grata recordación, le declaró el mejor de los afectos, y, a su vez el gigante humanista Luis Beltrán Guerrero habría de reconocer como su tío.

Luis Beltrán Guerrero, ceniciento como el río ese, anchuroso, de verbo tan puro como desaliñados sus ademanes. Visitante único y unívoco, lúcido y traslúcido, de ese planeta yermo y cercano. Cándido. Rotundo. Inmemorial. Incontenible en sus sensatas explosiones de esa locura que, según registro, es caroreña de la mejor cepa.

La comarca contaba por entonces con unas 5.000 almas. 90 por ciento de la población era analfabeta y eminentemente rural, perdida en las espesuras de una nación que venía de depender del cacao, la sarapia, el caucho, el café, producidos en conucos elementales. Tiempo en que según Delfín Aguilera, “gobernar era estar en modo absoluto arriba, y estar arriba era poseer autocráticamente el derecho a hacer imposible hasta la vida fisiológica a los de abajo”. Viajar de Carora a Barquisimeto implicaba dos agotadoras jornadas a caballo. Fue a fines de agosto de 1904 cuando el primer vehículo automotor llegó al estado Lara, importado de Francia y con destino a Duaca. Sólo Caracas ya los tenía. La novedad no se repetiría sino en 1913 en El Tocuyo y en 1914 en una Carora cruzada por impracticables caminos de recua. Guillermo Morón, quien no es caroreño pero por mil títulos merece serlo, registra que en esa época germinal existía una organización social compuesta por cerca de 20 familias predominantes. Una comunidad de fuerte raigambre católica, dice, que acude en forma rigurosa a misa todos los domingos, pero los hombres no entran a la iglesia. “Se quedan en la calle, de acuerdo con la tradición”. Eran las edades de patios enladrillados, de ventanas con celosías, de costumbres patriarcales impuestas por el resistente vínculo español. De prejuicios a flor de piel. De mantuanismos inviolables. De rancios pudores. De no contestarle el saludo al forastero. De cederle la acera al Don.

Sirvan estas referencias tomadas al vuelo para el vano intento de comprender la dimensión, social, periodística, y económica, de la empresa acometida por Don Federico Carmona. Su imprenta no fue la primera, pues ese honor le habría de corresponder a José Antonio Mármol Herrera, cuya máquina prodigiosa fue recibida, procedente de Maracaibo, en septiembre de 1875, con gran alborozo, entre música y profusión de cohetes. Pero cuando el patriarca de los Carmona instaló su Imprenta Torres, frente a la plaza Bolívar de Carora, en 1890, tenía 23 años. Y 37, cuando, no contento con producir sólo sobres y tarjetas “de todas clases”, cuentos “preciosos y muy morales” destinados a los niños, amén de que se ofrecía para pedidos de libros, que transportaría desde Caracas, se propuso fundar un diario, EL IMPULSO. ¿Qué pacto secreto tiene usted con las fechas y sus fastos, Don Federico? Se casó con Doña Francisca Figueroa un 15 de diciembre, el día exacto en que ella celebraba sus 18 años, usted de 20. Ahora, ¿le parece gracioso, acaso?, escoge usted para que el primer ejemplar de su diario vea la luz, un primero de enero, día de lento y vaporoso despuntar, mañana incierta, extraviada, envuelta en los inconscientes efluvios del alcohol, y en las ríspidas hojas de mil resacas.

Pocos eran los estragos que la Guerra Federal había causado en Carora, no obstante tras el estallido de la “Revolución Libertadora”, en 1902, en el solio de la Presidencia el general Cipriano Castro, el “Cabito”, era ahora cuando apenas se apagaba el fragor de las escaramuzas agitadas por los caudillos militares. Y Don Federico, en su visión, ahora sí, lúcida, entendió que la historia abría en ese preciso instante un paréntesis providencial. Era la hora de echar a andar su obra grande. “Bajo el doble y halagüeño auspicio de la paz que se afianza y un año que se inicia…” Así lo proponen las primeras líneas de su Prospecto, el primer editorial.

No era fácil, nunca lo ha sido. Era una empresa impensable, azorada. Un poeta, abogado, periodista de estilo reposado, Pedro Francisco Carmona, el primer jefe de Redacción. EL IMPULSO era enviado a Barquisimeto mediante postas o correo de recuas. Una exhortación frecuente a los escasos suscriptores o “favorecedores” era la de que colaboraran, pidiéndoles, por su cuenta, a “transeúntes y amigos de confianza”, que les hicieran llegar aquel “papel blanco como la luz, con tinta negra como el lauro mezquino que se alcanza en la lucha contra la resistencia de los unos o la indiferencia de los más. Vital e inalterable, como palpitación de entraña”.

Subsiste allí, en esas hojas, un intento por presentar una remota e inasible realidad internacional. Se percibe un esfuerzo notable por privilegiar la difusión de la literatura, mediante la inclusión de novelas en folletines. Don Federico aprovecha un viaje suyo a París para concertar la colaboración de una pléyade de escritores. Hay, por encima de todo, una comprensión cabal de la noble y delicada misión, informativa pero a un mismo tiempo moldeadora, a la cual se sentía llamado.

Tal era el acento ético, remachado en cada nota editorial del fundador, que en una de las primeras ediciones se anunció un espectáculo con fines benéficos, recomendándolo a los lectores. El acto resultó un entero fiasco, y el diario se sintió obligado a registrarlo así, en sus páginas. En tiempos de honor, de palabra que vale más que una firma, en la página 3 de la entrega del 17 de marzo de 1914, un remitido se despliega con este título: “Por deber”. Allí Clemente Vásquez aclara públicamente: “En una discusión acalorada que tuve con el señor Domingo Vásquez, lastimé la buena reputación del estimado amigo Vásquez; y como quiera que éste siempre ha sido amigo mío, me retracto por completo de ese proceder, que solamente en un momento de ofuscación pude tener con Vásquez”.

La publicidad, incipiente, con mensajes directos acompañados de dibujos sencillos, es, asimismo, un fiel fresco de la atmósfera de esa época. El primer aviso a color, con tipos en rojo, aparecería el 23 de mayo de 1907, todo para promover las bondades de un tónico digestivo. Otros anuncios se inflan de un dejo ingenuamente altivo: “José María Zubillaga, dentista titulado”. “La lealtad, acreditada fábrica de cigarrillos”. “La Torcaz en El Tocuyo y Mi Cielo en Barquisimeto. Son las dos tiendas que venden más barato y más completo”. “Depurativo del Dr. Pérez Villanueva”. “Botiquín San Rafael. Centro de reunión y recreo”. “¡No hay más allá! Extracto de zarzaparrilla, de G. Sánchez”. “Gente pálida necesita tomar Emulsión de Scott. Hace sangre. Da fuerzas”.

Así, a golpes de tesones calcinados, de soplos románticos, sobre una cuarteada tierra agria y sin jugo, empieza a sostenerse aquella empresa difícil. Carora, en el decir inspirado de Carlos Borges, es “joya antigua, libro clásico, vaso litúrgico, como una panoplia de antaño: sapiencia, cortesía, piedad, bravura”. Pero la lectura no era, ni de lejos, una afición generalizada. La actividad económica no dejaba márgenes amplios. Por allí va, Don Federico, a lomo de mula, hora a Siquisique, hora a Jabón, hora a Churuguara, en el acopio de los avisos que dieran continuidad a su sueño de papel. Aquel “halagüeño auspicio de la paz” visualizado por el fundador, se esfuma rápido. La bota del régimen asfixiaba, ya, toda posibilidad de crítica desnuda. Por ello R. Lozada habla de la necesidad de armarse, entonces, de “un inmenso caudal de inquebrantables energías”, a fin de vencer los obstáculos antepuestos, que eran, a su juicio: “La pequeñez del teatro, la apatía de nuestra raza, la exigüidad de los medios y mil causas más”. En 1906, Cipriano Castro conculca las libertades públicas. Para ello había reformado la Constitución, qué les recuerda. Antonio Crespo Meléndez, otro gladiador del pensamiento a quien nos tocó la honra de conocer, y tratar de cerca, escribiría en el número cumpleañero del primero de enero de 1905: “No sé quién ha dicho, con mucha razón, que el aniversario de un periódico en Venezuela es el resumen de muchos sacrificios y de muchas decepciones”.

En 1909 el periódico sufre la primera crisis de papel y no es sino en el año de 1913 cuando logra, a duras penas, retomar su formato mediano. Sin perder el pulso de la redacción, Don Federico alterna sus manchegos periplos, en busca de avisos y trabajos de imprenta, algunas veces al lado de su ocurrente escudero y primer pregonero, Panchito El Impulso, con las célebres tertulias, en su casa, a modo de mantener viva la llama del debate, las benignas y hogareñas primicias de la intelectualidad. Así, alienta a Marco Aurelio Rojas, a José Herrera Oropeza, el futuro fundador de Ensayos, en 1907, y después de El Diario, en 1919. Es decir, sin recursos que le permitieran pagar redactores, proyecta mudarse de Carora pero se asegura de dejar quién llene el espacio que dejará vacío. Le da cabida a los escritos de fuego del panfletario colosal, Cecilio Zubillaga Perera, Don Chío. A los de Julio Mármol, Pedro N. Pereira. Forma, incluso, a Eligio Macías Mujica, quien más tarde sería director de EL IMPULSO, ya mudado a Barquisimeto, durante 13 años. Don Federico, escribe Luis Beltrán Guerrero, “creó la afición a la lectura. Divulgó el buen gusto, predicó la moral, exaltó los nobles ejemplos”. De ese hombre estamos hablando, 110 años después.

La mudanza se dio el 15 de septiembre de 1919. El primer asiento estaría en la Calle Comercio (hoy avenida 20) con calle del Obispo (en la actualidad, calle 26). EL IMPULSO rompe todo molde parroquial. Se empina. Pedro Francisco Carmona, Pancho, el poeta, primer redactor, uno de los once hijos de Don Federico, no alcanzó a vivir este proceso. Había muerto, en diciembre de 1912. Le tocó asumir las riendas a Don Jesús, el “infante mayor” lo llama Cañizález Verde. La segunda generación. Para asumir con hondura la preclara herencia, el Director Administrativo se interesó por las artes del periodismo y las de la tipografía. Fue él quien modeló el biplano en el cabezal. EL IMPULSO tenía alas. Volaría alto.

El testigo sería tomado más tarde por el primogénito, Jesús María Carmona, y entre 1943-1957, por el doctor Juan Carmona. EL IMPULSO, que había ampliado sus ediciones a 12 y 16 páginas, un verdadero suceso entonces, fue el primero en el país en utilizar equipos de fotocomposición. Impreso en offset desde 1965, cuando dirigía Roberto Chacín Sánchez, contaba con representaciones en Washington, Hamburgo, París, Nueva York. Operaba en otra sede, propia ya, de dos plantas, cuando la familia Carmona se decide a dar rienda suelta a la vieja aspiración del fundador, que, otra vez, aun sin consumarse, haría historia: una edición simultánea en Caracas. Para afianzar el proyecto, el doctor Juan Carmona fija residencia en la capital. En estos afanes estaba sumergido cuando sobreviene el duro golpe de la muerte del fundador, en los talleres, el 17 de septiembre de 1928.

En homenaje a EL IMPULSO en la Academia de la Historia, en Caracas, en ocasión de los 100 años, el doctor Juan Manuel Carmona, director hasta su malhadada muerte en 2006, hizo esta reverencial memoria: “Juan Carmona, mi padre, fundó una segunda edición de EL IMPULSO, que se llamó El Pueblo, y circulaba en las tardes. Pero en uno de sus artículos, en El Pueblo, papá no tuvo la suficiente prudencia respecto al general Gómez, y entonces lo redujeron a la cárcel de La Rotunda. Le colocaron los respectivos grillos y le clausuraron EL IMPULSO”.

La tercera generación llegó con Gustavo Carmona, director por espacio de 28 años, entre 1967-1995, y el doctor Juan Manuel Carmona. 11 años. Aunque frutos de una misma estirpe, madera de un mismo tronco, de estilos distintos. Diametralmente distintos, cabría decir sin faltar a la verdad. Cada uno vivió a su modo la pasión del periodismo. De ellos no hablaré a través de la referencia testimonial, de terceros, sino desde la visión cercana. Con uno y otro me tocó escuchar el rumor de sus pálpitos y suspensos, en etapas buenas y en momentos amargos. Gustavo, afable, amante de los avances tecnológicos; pero, también, bohemio, accesible, conciliador. Una vez le declaró a este reportero que su sensibilidad social le venía por herencia y por vocación. Disfrutaba la fiesta sin horario de sus fascinaciones: bien las campañas por la creación de universidades o la ejecución del proyecto Yacambú, su obsesión por orbitar la política, o los deslumbres del Festival de la Voz de Oro. De Gustavo puede afirmarse, en justicia, algo que habla muy bien de él, y es cierto: Dentro y fuera de EL IMPULSO se le recuerda con especial cariño. ¡Qué más pedirle a la vida, sino trascender, con muelle afecto, en los corazones de quienes lo conocieron!

Al doctor Carmona jamás le pude decir Juan Manuel. Tal era la ceremoniosa distancia que imponía su personalidad, su carácter. Recio, de una pieza sola. Austero, riguroso. En los momentos más delicados y expectantes para el periódico, la palabra del doctor Juan Manuel Carmona a sus inmediatos colaboradores fulminaba en directo, sin equívocos posibles.

No habría forma de que bastaran las decenas de llamadas telefónicas diarias que hacía, a distintos departamentos, desde su oficina en Caracas. O desde su casa. O a través del celular, donde estuviera. Igual desde el exterior. Un lunes cualquiera, un martes de Carnaval, no importaba. Su entusiasmo por la noticia y por el curso que, en caliente, iban adoptando los acontecimientos, no decaía. Jamás.

-¡Le quedó fantasmagórico! –solía celebrar, con risa cómplice, cuando una agudeza irreverente dejaba en claro la insobornable posición del diario. Y cuando una nota, o un título, pecaban de inexactos o ambiguos, tampoco dejaba por allí dudas sueltas.

Ese súbito y pastoso silencio de cada mañana, de cada tarde, sería, por cierto, a su muerte, la más sombría y confusa señal de que en adelante tendríamos que sobrellevar su entera e improvisa ausencia. Vertical como un obelisco, de una dignidad que intimidaba, aunque su tez era del moreno terroso que suele dejar indeleble la ancestral Carora, su aura proyectaba el blanco que según Melvilla es “símbolo de fuerzas y purezas divinas”.

Frente a los desplantes del régimen, las amenazas de cierre, los nubarrones judiciales, o la sorpresiva mordaza particular que una vez llegó con los arrogantes precintos del Seniat, él solía trasladarse a Barquisimeto, por avión o por tierra, y convocar a reunión. Sin urgencias, sin ahogos. Camino a su despacho, más de una vez nos sorprendimos tratando de adivinar si esa sería la temida mañana en que el doctor Carmona procedería a recomendar no un repliegue, y mucho menos una rendición, pero, quizás, sí, suavizar el tono de la crítica. Bajar un tanto los decibeles de la reprobación. Era claro que la supervivencia de una empresa centenaria estaba en juego, cavilábamos.

Pero era precisamente eso lo que a él lo afirmaba, aferrándolo. ¿Cómo echar por la borda un prestigio tan caramente labrado, cómo desfigurar el venerable postulado de los abuelos fundadores?

Luego del saludo, a todos con educada deferencia, una breve descripción del escenario planteado servía de magro preámbulo al motivo principal de su angustia: “No podemos bajar la guardia”. “Cuidado. ¡Que los lectores perciban nuestra invariable posición! Tenemos que mantenernos firmes”. En su boca, la enseña fundamental, en algún momento, pasó a ser: “Primero cerrados que arrodillados”.

Es la herencia, afirmada y acrecentada entonces, que recibieran los capitanes de la cuarta generación, los hermanos Juan Manuel y Carlos Eduardo, Carlos Eduardo y Juan Manuel. Los Cástor y Pólux de esta tragedia nuestra, en curso, larga en demasía, que por tanto ya sería hora de sepultar, en el nombre de una dignidad mancillada con desvergüenza por héroes sin épica, ni escrúpulos, ni destino. Por esta nulidad engreída que secuestró a la patria, teniéndola por botín.

Les tocó a Juancho y a Carlos, a ellos sí los tuteo, una crucial prueba, y la encaran, ahora mismo, con arrojo aprendido. Juancho, arquitecto, suele comentar, a guisa de broma, en serio, que él diseñó el imponente y acogedor edificio que hoy ocupa EL IMPULSO, con su vitral magnífico, en el este de la ciudad, para quedar enclaustrado en su propia obra, con la responsabilidad del director. Carlos monitorea y salva a la nave de sus tempestades avistadas desde Caracas, al andar sobre los pasos puntuales y augustos de su padre, más recién, y de su abuelo antes. Al asomo de cualquier atisbo de duda, nada más tienen ellos que mirarse en los espejos de una historia inspiradora, en grado sumo exigente, por recta, por esclarecida. Por comprometida con ideales superiores.

Doy fe de sus desvelos. Del complemento de la entrega de los dos, día tras día. EL IMPULSO, primer y único periódico que en Venezuela ha festejado 100 años, y sigue de largo en el tiempo, y en las galerías de su gloria, sin eclipse posible, no se perderá en sus manos. Ni en las de un colectivo que lo asume como uno de sus más caros patrimonios. Es nuestro sagrado deber garantizarlo. Velar porque así sea, por encima de todos los obstáculos. Esta tiranía no va a lograr lo que otras, en la cerrazón de épocas aún más tenebrosas, no pudieron.

La fecha que recuerda la caída del general Marcos Pérez Jiménez es propicia, como casi ninguna otra, para proclamar esta decisión unánime, esta vocación señera, en nombre de toda la familia de EL IMPULSO, desde Lara, tierra de promisión, un islote, pequeño pero esplendente, de libertad, en el seno de una nación que tarda demasiado, demasiado, en valorarse y rescatarse a sí misma.

Decimos, con Juan-François Revel, que, es verdad, en muchos países del mundo, infortunadamente, hay prensa sin democracia. Pero no hay democracia sin prensa. Estampar en la Constitución que aquí “el derecho a la vida es inviolable”, en los fárragos de esta orgía de sangre, y de impunidad avasallante, y de lutos esparcidos, y de un miedo que taladra el alma, hablar de vida, entre los panteones del crimen enseñoreado, es punto menos que una monstruosidad. Así como es obra de cinismo inexcusable hablar de soberanía al propio tiempo que pagamos con las prendas de nuestros hijos y nietos, para ser ocupados, saqueados, y sojuzgados. Gruñir que en el país es dable opinar, cuando los espacios del debate y del disenso son cada vez más precarios, con canales de televisión comprados, asaltados o amordazados, cadenas de radio enteras puestas al servicio de la delirante mentira oficial, y sin papel para escribir, por Dios, ¿qué clase de libertad es esta, tan humillante, tan hedionda a opresión? Patria, ¿qué somos en esta patria que no reconocemos, ni nos reconoce?

Pero la libertad no es valor natural. No se da por generación espontánea. No todos los hombres la buscan. Muchos hasta retrasan el acto de acomodarse a ella. Erich Fromm habló, incluso, del miedo a la libertad. ¿Cómo ser libres sin aprender a pensar?, se preguntó. Hablamos, aunque parezca redundante, sin serlo, de aprender a pensar por sí mismos, que también eso está pendiente, en instantes en que el ciudadano se pierde en la ficción abstracta de la palabra pueblo. La libertad debe ser conquistada, con hazañas cotidianas, y merecida. A ella se llega necesariamente por las sendas del albedrío, cuando es libre. El hombre artífice de su propia libertad. El hombre en el centro del mundo, para que pueda observar, desde allí, todo lo que existe en él, según nos describe Pico della Mirandola.

¿Podemos, ahora, faltar a esa cita? Decidimos que no. No nos haremos inmerecedores del compromiso que brotara hace 110 años en aquella casona donde se cruzan las calles Lara y Comercio. En el sueño de Don Federico. A un costado del Convento de Santa Lucía, un poco más acá del Balcón de los Álvarez.

Venezuela es, ahora, un país por moldear. Ese barro, hoy incierto, ordinario, informe, dio vida a un pueblo que en el pasado ostentó demasiadas muestras de valor, de pudor, de conciencia. Ese barro, y eso es lo que nos conforta ahora, ha repudiado dar forma a cadenas, a barrotes, a las efigies de la sumisión.

Ese barro aletargado, en fin, nos recuerda la hermosa referencia de Schiller:

-“¿Eres ámbar? –dijo un sabio a un trozo de arcilla tosca que halló al borde de la fuente-. Debes serlo pues tu aroma tiene infinita dulzura  y fragancia seductora.

-Soy barro –dijo la arcilla, con la humildad de la escoria-. Soy barro, barro mezquino, pero en edad no remota guardé, siendo tosco vaso, un ramillete de rosas.

 

Muchas gracias.

 

 

 

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