La vista y el oído son los sentidos más nobles, por los cuales nos llega el inicio de nuestros conocimientos. “Precisamente porque el conocimiento de la fe está ligado a la alianza de un Dios fiel, que establece una relación de amor con el hombre y le dirige la Palabra, es presentado por la Biblia como escucha, y es asociado al sentido del oído. San Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho clásica: fides ex auditu, «la fe nace del mensaje que se escucha» (Rm 10,17). El conocimiento asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la voz, la acoge en libertad y la sigue en obediencia” (Papa Francisco, Enc. Lumen fidei, n. 29).
Por otra parte, también la vista tiene que ver con la captación del objeto de la fe. “Por lo que se refiere al conocimiento de la verdad, la escucha se ha contrapuesto a veces a la visión, que sería más propia de la cultura griega. La luz, si por una parte posibilita la contemplación de la totalidad, a la que el hombre siempre ha aspirado, por otra parece quitar espacio a la libertad, porque desciende del cielo y llega directamente a los ojos, sin esperar a que el ojo responda” (idem).
Pero la riqueza de la Revelación divina presenta múltiples facetas, que desbordan el imperfecto conocimiento humano: “esta supuesta oposición no se corresponde con el dato bíblico. El Antiguo Testamento ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la escucha de la Palabra de Dios se une el deseo de ver su rostro” (idem).
Ambos aspectos se complementan, en la aproximación creyente al mensaje divino. “La conexión entre el ver y el escuchar, como órganos de conocimiento de la fe, aparece con toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el cuarto Evangelio, creer es escuchar y, al mismo tiempo, ver” (idem, n. 30).
¿Cómo es posible esta aproximación? Justamente por la vida y la enseñanza de Jesús de Nazaret. “Solamente así, mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía llegar a plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por qué, para san Juan, junto al ver y escuchar, la fe es también un tocar, como afirma en su primera Carta: « Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos […] y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida » (1 Jn 1,1)” (idem, n. 31)
Sólo por el Mediador entre Dios y los hombres, Él se ha hecho presente entre nosotros y nos habla. “Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos toca; de este modo, transformando nuestro corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su gracia. San Agustín, comentando el pasaje de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf. Lc 8,45-46), afirma: «Tocar con el corazón, esto es creer»” (idem).