No me rasgo las vestiduras por el encuentro que han tenido los alcaldes de la oposición democrática con Nicolás Maduro, en el Palacio de Miraflores. Pero, en lo personal, tampoco asumo que implique el reconocimiento constitucional de un gobernante que es ilegítimo.
En la democracia el voto de las mayorías tiene límites dictados por la moral y reafirmados por el Derecho. Una mayoría no puede imponer el camino de la dictadura y tampoco menoscabar los derechos de las minorías o la posibilidad de que éstas se transformen en mayoría.
En democracia los atentados contra los derechos electorales no pueden purificarse a travésdel mismo voto. Y lo cierto es que Maduro ejerce el gobierno sólo por obra de un testamento político – a la manera bolivariana de la Constitución de Chuquisaca de 1826 – y con base endecisiones de la Sala Constitucional que hicieron mutar a la Constitución de 1999, para que dijese lo que no dice. No podía encargarse de la Presidencia luego del 10 de enero de 2013 y lo hizo, y él como Vicepresidente que era estaba impedido de ser candidato presidencial. Esa es la verdad jurídica.
Ahora bien, cuando dos ejércitos deciden ir a la guerra, la experiencia y el mismo Derecho internacional dictan la posibilidad del cese de las hostilidades o el armisticio, sin que los beligerantes abandonen sus posiciones. Los japoneses atacaron a Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941 mientras los diplomáticos de ambas potencias conversaban. El alto en la violencia, por razones de “humanidad”, tiene lugar para que los combatientes recojan sus cadáveres y pertrechos. Lo que quiere decir que, a pesar de las miserias e ignominias que implica el uso de las armas para imponer la paz de los sepulcros, sus actores, in extremis, le huyen a la animalidad cabal y algo salvan de sus humanas condiciones y la razón, a pesar del primitivismo de sus comportamientos.
Las elecciones del 8D, vistas como expresión social, dejan como saldo trágico a “dos” patrias. Lo digo sin ambages y con dolor. Sólo en democracia, bajo el techo común de un pacto – la Constitución – que es acatado y respetado por todos los ciudadanos, cabe hablar de diferencias o de partidos entre compatriotas iguales, hijos de una misma cultura, trabajadores del mismo suelo. Y ese no es el caso.
En mi columna anterior me refería, justamente, a esas dos mitades, sin preterir a la otra mitad cuya visión de la vida y la política no comparto, por antidemocrática y logrera. Ésta, reúne a un conjunto de hombres y mujeres que, bien por convicción o voluntarismo, por utilidad o acaso por necesidad, se asumen como un rebaño cuyo destino depende del que los guía y en beneficio del cual renuncian a sus personalidades, al punto de aplaudir hasta el saqueo de los bienes ajenos y la muerte civil de sus adversarios.
Dentro de tal perspectiva, en la que se sobrepone el gendarme o el Estado al individuo y su dignidad, asumiendo éste que sus espacios de libertad son dádivas o privilegios que aquél le otorga, ha lugar a esa suerte de “despotismo ilustrado” que tiene sus fuentes en el Manifiesto de Cartagena, en el Discurso de Angostura, y en la citada Constitución boliviana, obras del Libertador; quien creyó que nuestro pueblo no estaba preparado para bien supremo de la libertad y de allí que lo emancipa hacia afuera, pero hacia adentro lo somete a un gobierno fuerte y centralista.
La “otra” Venezuela, algunos de cuyos militantes comparten la perspectiva anterior – los menos – pero no su objetivo, se mira en la modernidad. Es tributaria de las grandes revoluciones liberales del siglo XIX y XX. Cree convencida que sus derechos son anteriores y superiores al Estado, cuyo deber es respetarlos y garantizarlos dentro del marco del Estado de Derecho, es decir, sometido a la ley suprema que nos rige.
El problema de Venezuela es que, justamente, somos un rompecabezas. Por ello urge encontrar algo que permita la comunicación entra esas dos realidades en choque para evitar lo peor, en modo de que puedan existir ambas, tolerándose, y luego, si cabe, convivir y no solo coexistir.
El “diálogo” que después de tres lustros se abre entre el régimen y la oposición, omitiendo la Mesa de Negociación de la OEA en la que participa el mismo Maduro, debe limitarse así a la resolución de los problemas que todos padecemos en común. Es el mínimo que nos identifica: la inflación con recesión, la inseguridad y el tráfico de drogas, la corrupción, el desabastecimiento de los productos de primera necesidad y las medicinas, el irrespeto por las competencias de los alcaldes.
Dentro de la Constitución – que han de respetar primero nuestros jueces constitucionales –cabe todo, fuera de ella y su atropello nada. Así de claro.
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