La violencia verbal

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El verbo, el don del habla, la cualidad que nos diferencia como seres superiores, es la proyección intelectual de nuestra esencia, es la mágica herramienta para expresar nuestras ideas a través de la oralidad. Con el verbo construimos, con el verbo destruimos, con el verbo trasformamos nuestro entorno y ejercemos notable influencia en tanto la carga anímica y la dimensión de su proyección.
Salvo que lleve otras intenciones, no confundamos el lenguaje jocoso, que nos hace reír, ni las ocurrencias que nos regalan una caricia al espíritu y que persiguen desestresarnos, con el lenguaje que busca dañar. No solo el verbo violento por su carga de destrucción desarmoniza la vida, sino los gestos y los ademanes que lo acompañan. La violencia verbal, no solo son palabrotas, ni insolencias de lenguaje de baja ralea, sino todas aquellas construcciones del lenguaje que persiguen desarticular el espíritu de los demás, humillarlos y pisotearlos con todo lo que brota de la boca.
A veces, cuando circunstancialmente por esos antojos del destino ocupamos alguna minúscula o mayúscula posición de poder, sea en la familia, en el trabajo o en cualquier esfera social, nuestro verbo delata nuestro corazón. Y es allí, cuando se hace evidente aquello de, dale poder a un hombre y conocerás su verdadero carácter, dale poder a un hombre y conocerás su verdadero corazón. Y aún sin poder, sino por la frustración de no tenerlo, o por quien sabe que carencia, hay quienes hacen un infierno de su vida y la de quienes lo rodean y su verbo corrompe el ambiente, corroe el espíritu y va debilitando las buenas energías.
Es un síndrome pavonearnos cuando tenemos “poder” y nos henchimos cuando de nuestra palabra depende desatar algunos nudos, sin precavernos que la humildad en la acción y en la imagen auditiva se equilibra nuestra esencia con la armonía que se espera en el universo.
¿Qué nos cuesta ser edificantes con el verbo, que nos cuesta ser amorosos con el verbo y que nos cuesta ser armoniosos con el verbo? ¿Qué necesidad hay de decir las cosas gritando y malencarados, o con aderezo de veneno? , si con una expresión agradable, un verbo moderado y apacible se pueden solucionar entuertos y acomodar las cargas.
Con los gritos del alma y el silencio en los labios, muchos de nuestros semejantes se ven zaheridos, por un verbo punzante que les desgarra el ánimo y la esperanza por un mundo mejor.
¡Por Dios¡, que nos cuesta ser mejores personas, porque nos creemos los súper hombres o las súper mujeres, a la hora de dirigirnos a nuestros congéneres, si es que todos estamos construidos del mismo barro, y el hecho de liderar circunstancialmente una posición no nos da el derecho de ofender, de menospreciar, de herir, de golpear con el verbo a los demás. Y me refiero, tanto al chofer de un por puesto o de un taxi, como a la secretaria, como al portero, como al vigilante, como al profesional cualquiera sea su oficio, al padre y a la madre de familia, al gerente, al jefe, en fin, a todos que por cualquier motivo en algún momento o en algún instante tienen en sus manos la embriagante droga del “poder”, por minúsculo que pueda ser.
Y si es en la familia, aportemos nuestra mejor disposición para amarnos, para dejar a un lado las rencillas internas que nos dividen con padres, esposos, hijos, hermanos, parejas, etc. Pensemos, que si toda la fuerza de la furia que nos invade al momento de enojarnos con nuestros semejantes, en vez de emplearla con los arrebatos de cólera y vociferando anatemas y otras tantas expresiones infelices que como lanzas cargadas de veneno persiguen destruir, ¿por que no mejor hacemos un sublime esfuerzo para canalizar toda esa energía en ser felices?

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