Son célebres las desencantadas palabras de Simón Bolívar, en las que presenta América como un continente ingobernable, donde lo único que se puede hacer es emigrar. Tanta era su decepción, al igual que otros artífices de la gesta independentista, por los pobres resultados tras tanto esfuerzo.
La inestabilidad producida por la guerra estaba lejos de concluir, le sucedieron la turbulencia de las nuevas repúblicas, marcadas por las guerras civiles, el caudillismo militar y el desastre económico. También lo decía otro prócer José de San Martin, al pensar que tanta sangre solo había servido para perpetuar el desorden, la anarquía, el resentimiento de las clases sociales insatisfechas, y la ambición de los pocos poderosos e intelectuales.
La tendencia a convertir el poder, en poder absoluto, por encima de la ley o la Constitución, ha sido la vergonzosa tragedia. Para algunos historiadores la guerra de la independencia no significó ningún cambio en el orden social, sino la sustitución de un gobierno, el de Madrid, por multitud de gobiernos oligárquicos ajenos a las necesidades populares.
Esta enfermedad ha hecho su metástasis en el siglo XX y XXI. En Venezuela el pasado siglo sufrimos dos férreas dictaduras, la del General Juan Vicente Gómez, y la del General Marcos Pérez Jiménez. Y éste siglo se inauguró con la dictadura blanda de Hugo Chávez, una revolución socialista engañosa, sin profundas transformaciones sociales, sin que se haya instaurado la igualdad ante la ley de toda la población, con el estreno de una novedosa esclavitud: el pueblo dependiendo del Centralismo, todo el poder para el presidente, que estará por encima de los otros dos poderes, el Legislativo, y el Judicial.
Por ello las tres leyes habilitantes injustas en estos tres períodos presidenciales, que de paso los dos últimos fueron ganados de manera fraudulenta. Lo ha agravado el desequilibrio financiero ocasionado por el despilfarro de dos billones de petrodólares, con el riesgo de entrar en una fase de irreversible desintegración. Tal es el descalabro dejado por el gobierno de Chávez, que nuestra moneda se ha devaluado de una manera atípica: con el billete de más baja denominación puedes llenar el tanque de gasolina de un vehículo, pero con el billete de mayor denominación en el cono monetario, no puedes comprar un cartón de huevos (Zeta).
Hoy vivimos el desconcierto de ser gobernados por un ilegítimo, carente de la popularidad con que se envalentonó su antecesor. Son cada día menos y desganados los seguidores de la corriente oficialista. No deberíamos proseguir con el mismo desencanto de nuestro insigne Libertador, quien llegó a decir que las elecciones solo traían más anarquía. Quizás lo hizo en una república recién fundada y atrasada, que requería de los más ilustrados. La Venezuela de hoy es otra, con una población mayoritariamente joven, entusiasta, informada, universitaria, competitiva y deseosa de un futuro mejor, aunque hayamos perdido una cifra importante por exilio voluntario. A votar el 8 de diciembre o bajamos la “santamaría” hasta otra oportunidad.
Votamos, o nos vamos
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