Aparte, por supuesto, de no guardar rencor por los 27 años pasados en las cárceles del apartheid.
Aparte de su insistencia para que la «reconciliación» fuese la espina dorsal de una comisión de la verdad creada para curar las heridas de Sudáfrica después de décadas de odio racial.
Aparte de su presencia en la final de la Copa del Mundo de rugby en 1995, con una camiseta de Springboks, en un valiente llamamiento al país para que respaldase a un equipo sudafricano compuesto sobre todo por blancos.
Y aparte de haber dejado la presidencia sudafricana al final de su primer mandato, al contrario de lo que hacen tantos dirigentes del mundo, que una vez que prueban las mieles del poder, se aferran a él hasta que los destruye o hasta que destruyen a los países que gobiernan.
Estas son las cualidades más conocidas del héroe de la lucha contra el apartheid. Pero para los periodistas que tuvieron la suerte de seguir su increíble trayectoria, desde su salida de la cárcel en 1990, los años de transición hasta las primeras presidenciales multirraciales de 1994 y ese día de 1999 en el que dejó el poder, Mandela era mucho más que eso. Mucho más.
No era un político común. Cubrir el fenómeno Mandela es algo que a uno lo marcaba de por vida. Nos incitaba a todos a ser mejores personas o, para ser más exacto, a reconocer las virtudes de la reconciliación en una época en la que los sudafricanos, blancos o negros, seguían sufriendo los estigmas del apartheid.
Asistí a un mitin en el gueto de Alexandra, en las afueras de Johanesburgo. La tensión era extrema. Mandela tomó la palabra ante una muchedumbre encolerizada tras una enésima matanza de negros atribuida a la «Tercera fuerza», grupos parapoliciales que alentaban enfrentamientos para torpedear el proceso de desmantelamiento del apartheid.
De repente dejó de hablar. Señaló con el dedo a una mujer blanca que estaba de pie entre los participantes y dijo con una sonrisa: «Esa mujer que está allí me salvó la vida».
La invitó a subir al escenario y la besó con cariño. Contó que en 1988, cuando estaba encarcelado en la prisión de Pollsmoor, cerca de Ciudad del Cabo, fue hospitalizado por una tuberculosis y esa mujer, que era enfermera, lo curó.
Mandela conseguía cambiar el humor de las masas. Los gritos de venganza se extinguían en murmullos, sofocados por un clamor de aprobación.
También recuerdo aquel día en el que Mandela, convertido en presidente de Sudáfrica, acogió una reunión de la Comunidad de Desarrollo de África Austral.
Asistieron a ella prácticamente todos los jefes de Estado y de gobierno de la región. Los periodistas se pasaron toda la mañana esperando una rueda de prensa que no llegaba. Una periodista de radio tuvo que irse a buscar a su hijo al colegio, rezando para que la conferencia no comenzara en su ausencia. Afortunamente para ella, volvió justo a tiempo, acompañada por el niño cuya «camisa Madiba» contrastaba con los trajes de los demás.
Al entrar en la sala con los demás dirigentes, Mandela vio al niño. Sin dudarlo un segundo, fue hacia él y le estrechó la mano diciéndole: «¡Qué amable por haberse tomado el tiempo de venir pese a su agenda apretada!» El niño quedó encantado, y la madre también.
Siempre era así. Nos impresionaba la facilidad con la que se adaptaba a su nuevo papel de hombre de Estado. Nos conmovía cuando, de vez en cuando, dejaba entrever su lado humano. Durante su divorcio, confesó públicamente que su mujer, a la que amaba tanto, Winnie, no había pasado ni una noche con él desde su salida de la cárcel.
El activista Strini Moodley, encarcelado en Robben Island, cuenta que Mandela siempre tenía una fotografía de Winnie junto a él en su celda.
Un día Moodley le pidió la fotografía para hacer un boceto. «Puedes quedártela por el día, pero por la noche vuelve conmigo», le contestó Mandela.
Durante la campaña electoral, Mandela nunca se olvidaba de preguntarles a los periodistas si habían dormido bien y si habían desayunado. Conocía a muchos reporteros y fotógrafos por su nombre. Solía pararse a hablar con ellos.
Uno de los momentos más emblemáticos en sus esfuerzos por reconciliar a los sudafricanos fue su visita a Betsie Verwoerd, la viuda del artífice del apartheid Hendrik Verwoerd, el hombre que lo envió a la cárcel.
Bajo el mandato de Verwoerd, que fue primer ministro de 1958 hasta su asesinato en 1966, el Congreso Nacional Africano (ANC) y el Partido Comunista fueron declarados ilegales.
Obligado a pasar a la clandestinidad, Mandela fue detenido y condenado a cadena perpetua en 1964 por «actos de sabotaje» y «complot para derrocar al gobierno».
El «Té con Betsie» tuvo lugar en casa de ella, en un enclave blanco conocido como Orania, al nordeste de Ciudad del Cabo, en agosto de 1995.
Mandela era generoso. Más tarde dijo que Orania lo había recibido como «Soweto», el gueto de Johannesburg donde se le considera un héroe. Siempre dispuesto a demostrar que seguía la línea de numerosos dirigentes sudafricanos, posó ante los fotógrafos al pie de una estatua de Verwoerd de 1,80 metros. «Habéis construido una estatua muy pequeña para este hombre», dijo a los residentes de Orania.
Unos meses antes, el 27 de abril de 1994, se celebraban las primeras elecciones multirraciales en el país. Mandela saludó los albores de una «nueva Sudáfrica donde todos los sudafricanos son iguales», depositó su papeleta en la urna y sonrió de felicidad.
Con una de esas sonrisas que no van dirigidas a las cámaras. Una sonrisa que salía del alma. Y además, en el caso de Mandela, de un alma grande y sabia.
(*) El autor de este testimonio, el sudafricano Bryan Pearson, fue corresponsal de la AFP en Sudáfrica de 1990 a 1999.
AFP