Hace un mes un colegio privado de Caracas me invitó a dar una charla. Cuando pasé mis honorarios, me respondieron que «no tenían contemplado pagar las charlas en el presupuesto». La semana pasada un gremio me invitó a hablarles –gratis también- a las 11 am y a la 1 pm no había comenzado. Me fui. Ni una letra de disculpas. Compartí la historia en Facebook y me encontré con que no estoy sola en este tipo de abusos.
Recordé una de mis muchas conversaciones con Ramón J. Velásquez, quien la semana pasada cumplió 97 años de sabiduría acumulada. En esa ocasión me dijo que Venezuela sólo comenzaría a cambiar cuando se valorara el trabajo intelectual. “Cobra tu trabajo”, me dijo. Y es que si no cobro, no vivo…
Ya yo había tenido una pésima experiencia con el dueño de un colegio de Valencia que me pidió que diera una charla en un seminario que tenía en el Hotel Pestana con más de mil asistentes y cobrado a precio de gallina de oro, pues se había asociado con un instituto en Caracas para formar educadores especializados. Cuando terminé la charla me dio un diploma de «gracias por tu participación» y cuando le escribí para cobrarle me dijo que «él pensaba que yo no iba a cobrar» y me ofreció darme «1000 bolívares de su bolsillo» como si se tratara de una limosna. Un par de meses después me lo encontré en una cena en el Tamanaco, donde había pagado Bs. 25.000 por su mesa… En fin…
Entre los comentarios que recibí a mi queja pública, la profesora Olga Ramos me comentó que en el mundo educativo quienes organizan foros siempre parten de la premisa de que quienes damos charlas lo hacemos porque nos conviene y que hasta nos hacen un favor brindándonos un auditorio. Bernard Horande me aconsejó partir siempre del principio de que el trabajo se paga. Y Gabriel Ruda me dio una lección que empecé a aplicar desde que la leí:
“No me gusta generalizar, pero las charlas gratis en mi vida han tenido tres características típicas:
a) Siempre tienen problemas logísticos (cuando no les llueve, les llovizna)…
b) Tienen una puntualidad horrenda (la gente se toma a la ligera llegar o no llegar). De hecho el grupo suele arrancar con poca gente.
c) Finalmente, la gente muchas veces no se compromete con el mensaje (aún si la conferencia es buena, unos pocos se desconectan, la mayoría se medio involucra y muchos sólo estuvieron allí sentados).
Cuando pagas por algo, hay un efecto psicológico de «tengo que sacarle provecho a este dinero». Entonces no llegan tarde ni por equivocación, no falla nada en la logística porque los organizadores saben que les van a exigir y la gente casi quisiera poner un cable directo al cerebro del conferencista.
Cuando alguien te pide una charla gratis, diciéndote que no puede pagar, tiene un problema de «actitud» que no lo va a resolver la charla. Hay excepciones, pero en mi vida han sido contadísimas. Siempre algo se puede intercambiar, siempre algo a cambio me pueden ofrecer… Tu dinero va hacia alguien y viene de alguien… Hay que pagar y cobrar todo (no sólo con dinero) para que la energía se siga moviendo… Van a salir a refutar, por qué tus ideas no se pueden aplicar en este entorno y por qué seguirán jodidos (perdón por la grosería).
Hace dos meses una universidad de provincia con severos problemas de presupuesto en México, hizo rifas, vendieron playeras, consiguieron apoyo televisivo y movieron a toda una ciudad para hacer posible la charla en sólo tres semanas. Por supuesto que hice una concesión en la tarifa por ser estudiantes, pero no regalé mi trabajo ¿Resultado?
¡400 personas en la sala, pagando su entrada! Ellos sacaron su poder de logro… Demostraron que querían la charla. La energía fue inolvidable y aprovecharon cada segundo que compartimos.
La penúltima charla a una universidad, la regalé ¿Resultado? Un auditorio de 350 sillas, sólo con 20 personas, a pesar de tres meses de promoción. Dije: ¡No más!
Si no, mira qué pasa con las cosas que los pueblos reciben gratis…”
Por desgracia, lo estamos viendo.
@cjaimesb