¿Violencia inevitable?

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Guardando bien las distancias, eso sí, es lógico concluir que ningún estadounidense le habría perdonado a J.F. Kennedy que, en plena guerra fría, durante la crisis de los misiles instalados por la URSS en Cuba, en 1962, hubiese tenido la ocurrencia de irse de vacaciones a Camp David, o que se filtrara alguna fotografía suya, con Jackie, sobre un velero, en el balneario de Hyannis Port, su lugar de descanso preferido.

Pues bien, aquí, en este paraíso tropical del socialismo, Nicolás Maduro se atreve a denunciar a los cuatro vientos, en VTV, canal del Estado venezolano, que la oposición planificaba “prender la mecha” de la violencia durante la marcha de este sábado, para lo cual se “buscaba un muerto”.

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Ese plan, dijo, sin mostrar ningún tipo de evidencia, de soporte creíble, se reproduciría en varias ciudades, con la infiltración de motorizados trajeados de rojo, que atacarían, con armas de fuego, se supone, y siempre según su fábula, a los manifestantes. Acusó específicamente a Leopoldo López, quien junto con Henrique Capriles y María Corina Machado, forman parte de la “trilogía del mal”. En cuanto al líder de Voluntad Popular, ya lo dispuso: “Irá a la cárcel de Tocorón cuando tenga que ir”.

El “pelucón irá pa’l pote”, fueron sus impropias palabras. Dijo esto sin que ninguna voz, del TSJ por ejemplo, se molestara en aclararle que sus poderes habilitantes han puesto a un lado a la Asamblea Nacional, pero al Poder Judicial aún no, al menos más allá de las apariencias. Maduro agregó, en tono que pretendió ser grave: “Hay que estar muy pendiente”. Era de asumir que la situación debió ser especialmente delicada, para que un mandatario tomara la determinación de alterar así a un país entero, advirtiéndole sobre el peligro inminente de que se desatara la masacre anunciada, cuyas consecuencias, en medio de tanta radicalización, es fácil advertir, serían impredecibles. Es más, la narración de Maduro sugería que la diabólica maquinación opositora ya estaba en marcha: “Hoy (el jueves 21) pretendieron agredir y tomar la sede de la Gobernación del estado Táchira”.

La madrugada del sábado, escasas horas antes de la jornada de protesta nacional, que conforme a la versión oficial iba a ser teñida de sangre, o de luto, un pelotón conformado por ocho agentes de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM), sacó por la fuerza, del hotel Eurobuilding, en Caracas, a Alejandro Silva, coordinador de giras de Capriles. El aparatoso procedimiento buscaba cubrir de veracidad la hipótesis de Maduro, y justificar así su terrible alerta. Más de un opositor deseoso de protestar contra el desabastecimiento, pongamos por caso, debió sentir miedo, optando por quedarse a buen resguardo, en su casa.

Y, en el curso de las protestas, cualquier movimiento extraño, o el más lejano rugir del escape de una moto, pudo provocar en segundos un pánico colectivo, una estampida capaz de degenerar en tragedia. Duele, y sobrecoge, el solo hecho de imaginárselo. Pero 14 horas después, Alejandro Silva, expuesto en su dignidad como un peligro social, “uno de los secuaces fascistas de Capriles”, en el ligero lenguaje del ministro de Turismo (¿?) Andrés Izarra, recobró su libertad. No pesaba sobre él orden de aprehensión alguna. Tampoco, que se sepa, hubo cargos. Todo parece indicar que el propósito ya había sido cumplido. Atemorizar. Paralizar. Sembrar la desesperanza aprendida en una población hastiada de odios y confrontaciones.

Y hay una frase largada por Maduro que no puede pasar inadvertida. Quizá en un tenebroso lapsus, expresó que la oposición “quiere provocar una violencia inevitable”. ¿Cómo es eso de que la violencia es “inevitable”? Es una afirmación desconcertante, más aún si parte de quien gobierna. Este clima de intolerancia que escuece al país no sólo puede ser evitado, sino que es preciso superarlo cuanto antes, de una vez y para siempre. Es, repetimos, una afirmación temeraria. Reprochable. Tanto si se la hace con sinceridad, como si se apoya en infundios, en el puro ánimo de crear confusión, sin tomárselo en serio él mismo, como al parecer era la intención. Porque de otra forma no hay cómo explicar que, frente a semejante riesgo de violencia y muerte, el Presidente no hubiese suspendido los fastos de su cumpleaños. ¿Llevar a Juan Gabriel para una fiesta privada, cuando se tenía la certeza de que Venezuela se asomaba a una tragedia en ciernes? No, a Kennedy nadie en Estados Unidos le habría perdonado que se fuera al balneario de Hyannis Port en plena crisis de los misiles. Guardando las distancias, claro.

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