Afirma el apóstol: “La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres” (1 Cor 1, 25). Y, en efecto, los designios de Dios son inescrutables para los hombres, insondables para los mortales, porque el Supremo actúa con entendimiento perfecto, mientras que nosotros, peregrinos, somos limitados.
Vemos, verbi gratia, que el Señor Dios es Todo Amor (cfr. 1 Jn 4, 8) y en su existencia eterna decide crear al hombre, de modo que le conozca, le ame y sea feliz.
Empero, para nuestra mente humana y voluntad finita es difícil salir de nosotros mismos para ser generosos, solidarios y caritativos con quien lo necesita.
Podemos ver el amor que Dios le profesa a la humanidad en que inmediatamente después de que nuestros primeros padres cometieron aquel pecado de origen Él promete un mesías que redimirá a los hombres de su lamentable condición. “¡Oh feliz culpa que nos mereció tal salvador!” Cantamos en la Pascua Santa. ¿Qué habríamos hecho nosotros en la situación del Señor?
Desde ese momento inicia la Historia de la Salvación, con Dios interviniendo constantemente para rescatar a la sociedad humana de sus extravíos y con ello se va preparando la venida del Cristo anunciado. Miles de años en los cuales El Padre va moldeando a sus criaturas, cual artista excelentísimo, dedicándose minuciosamente a cada detalle.
Partiendo de Noé, con quien Dios hace un pacto, acordando que no exterminará a la humanidad, a pesar de que ella esté plagada de pecados, insiste en darle una nueva oportunidad.
Así llega Abraham, a quien El Señor le pide que deje todas sus tierras, posesiones y seguridades. Y este, con una fe tan grande y solícita que todavía se le recuerda por ella, acepta el alocado reto. Y ¡Menuda recompensa! Su mujer estéril, da a luz un hijo.
Y por medio de aquel vástago surge un gran pueblo, el pueblo de Israel. Y es que Dios, loco y todo, es fiel a sus promesas.
Ahora bien, al llegar el tiempo señalado, no se conformó con enviar al redentor, sino que ese redentor resulta ser nada menos que su propio hijo, que se encarna en el vientre inmaculado de María Santísima.
Y ni hablar de las “travesuras” de la segunda persona de la Santísima Trinidad que a sus padres sorprendió por los coloquios que sostuvo con los maestros de la ley.
El niño Jesús crece e inicia su ministerio público sin miedo al “qué dirán” o de si sus palabras y acciones serán del agrado del gobernante de turno. Su misión es “cumplir la voluntad de su Padre” (cfr. Jn 4, 34) cueste lo que cueste. Y en esa misión se da la oportunidad de acercarse a los leprosos para darles la sanación, aun cuando estaban proscritos por la sociedad. Igualmente comete el “disparate” de comer con publicanos y pecadores, granjeándose la crítica hipócrita de los fariseos. Al punto que afirma la Escritura: “Sus familiares, que lo oyeron, salieron a calmarlo, porque decían que estaba fuera de sí” (Mc 3, 21).
Pero su alocado amor va mucho más allá de lo que la imaginación puede elaborar, aceptando “la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8), el castigo más ignominioso y vil de la época. Y todo por nosotros, pecadores, inmerecedores de tanta merced.
Más aun, se podría seguir escribiendo al respecto y precisamente te animo a que consideres cómo ha obrado Dios en tu vida, por caminos enrevesados e impredecibles a veces, pero siempre por senderos maravillosos.
La locura de Dios
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