Viajar es uno de los actos más placenteros que puedan existir en esta corta existencia humana: las reminiscencias ancestrales acerca de un nomadismo perpetuo y excitante son revividas cada vez que uno decide “ver al mundo”. Viajar es un acto de la plenitud en donde el tiempo se vuelve sagrado, cósmico, diríamos, que absoluto. El hombre se asume en divinidad andante y procura a través del viaje romper las rutinas asfixiantes del día a día. Adicionalmente, uno viajaba con holgura económica, es decir, los pasajes aéreos eran accesibles y las líneas aéreas se esmeraban en ofrecer una atención de calidad sin importar que uno viajase en la clase de turista.
El avión se convertía en portento mágico al vencer en cuestión de horas las kilométricas distancias entre un destino y otro. Viajar era un placer. Hoy, por el contrario, para el venezolano promedio, viajar es un infierno. El país está en su hora más baja y éste Gobierno ha hecho de la ineficiencia su marca de fábrica. Desde que se impuso el control cambiario y las especulaciones alrededor del dólar paralelo, el viajero vive el desquiciamiento más pavoroso. Ya no se viaja por placer sino para hacer “negocios”. ¿Qué diferencia existe entre el “bachaqueo” terrestre alrededor de los mercados y el que se hace en los aeropuertos? Ninguno. Sólo que socialmente uno está mejor visto que el otro, sólo que el primero lo practican los pobres mientras que lo segundo la clase media, y hasta algunos ricos. En ambos: la ignominia y la degradación.
Cuando uno llega al aeropuerto, no sólo hay que calarse la larga cola sino la molestia de ser un potencial sospechoso de todo, es decir, se entra a un ambiente cargado de hostilidad: el viajero puede ser portador de drogas, de llevar dólares ilícitos, de llevar objetos cortantes y explosivos, de ser un terrorista, de ser un partidario de Capriles y paremos de contar. Las revisiones al equipaje no se hacen con la discreción del caso sino de una forma ostentosa e indignante al portador de sus pertenencias privadas, y las revisiones no ocurren una sola vez sino varias veces. Luego, hay que activar el radar para evitar que en un descuido nuestro los amigos de lo ajeno no te roben.
Además, si uno logra montarse en el avión, y pedir a Dios que no ocurran los ya normales retrasos, viene la propia incomodidad del viaje. Asientos cada vez más pequeños y una atención desganada, sin contar con los malos olores que el hacinamiento de pasajeros produce. Antes, las aeromozas eran unos portentos sexuales, uno de los atractivos del viaje era ver a esos mujerones tratarte con cortesía como si fuesen autenticas geishas. Todo quedó en el recuerdo, hoy son feas en su mayoría y se les nota la rabia de ser degradadas a “mesoneras del aire”, y además, lo impensable, ahora también hay “aeromozos”.
Luego, si uno logra aterrizar sano y salvo, porque los aviones también pueden caerse, viene el suplicio de pasar por Inmigración, donde también nos hacemos sospechosos de atentar contra la seguridad del país que vamos a visitar con tanta ilusión y a gastar nuestro peculio. No todo acaba aquí, luego, viene la película de terror y suspenso alrededor de la cinta de los equipajes, pidiéndole al Dios Supremo o cruzando los dedos, para que nuestras maletas y enseres no se hayan extraviado por el camino.
Si usted logró salir ileso del aeropuerto y llegó “completo” hasta el hotel, puede entonces considerarse una persona afortunada.
El aeropuerto hostil
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