Las grandes dificultades que atraviesan los pueblos para subsistir afectan los vínculos sociales y las normas de convivencia entre sus miembros: comenzando por la abolición de principios y valores para, finalmente, activar la silente naturaleza animal que yace dentro del ser humano.
El saqueo del camión que trasportaba carne congelada proveniente de Colombia, luego de haber chocado contra las bases de un puente en la autopista Francisco Fajardo en Caracas, el pasado día 27 de septiembre, y la forma como murió el conductor sin recibir la ayuda de las personas, más preocupadas por robar la carga, me recuerda la etnografía del pueblo Ik. En el año 1972 Colin Turnbull publicó un libro impactante y terriblemente desgarrador llamado El pueblo de la Montaña, donde describe la sociedad Ik, que habitaba en las montañas al noroeste de Uganda junto a la frontera con Kenia.
Originalmente este pueblo cazador-recolector vivía en un territorio muy amplio que comprendía las montañas Didinga, de Sudán, el lago Rodolfo y las montañas Zingout, en Kenia, y el valle de Kidepo, en Uganda. Había abundancia de comida, todos cooperaban en la recolección de los alimentos y en la caza, se los repartían sin mezquindad, seguían sus rituales y creencias, había convivencia, orden y paz.
Con la independencia de cada uno de estos países a finales de los años ’50 y comienzo de los ’60, se cerraron las fronteras quedando los Ik confinados a un pequeño territorio en Uganda. Luego, el gobierno de este país creó el parque nacional del Valle de Kidepo, desplazándolos a las montañas poco fértiles y prohibiéndoles la caza en el rico valle. Al ser desposeídos de sus tierras de caza y donde recolectaban bayas, tubérculos, frutas etc., quedaron sumidos en una gran pobreza, a tal punto que escondían lo poco que furtivamente cazaban, se robaban la comida entre ellos y hasta dejaban morir a los ancianos e hijos por inanición.
Turnbull, cuenta como ejemplo, la historia de una niña con cierto retraso, que se quedaba sin comer porque los otros niños le arrebataban lo que encontraba y que insistía una y otra vez en volver a la cabaña de sus padres, llorando, para poder estar con ellos; finalmente la dejaron entrar, estos salieron y trancaron la puerta. La niña se quedó encerrada, esperando que volvieran y le llevaran comida, cosa que nunca sucedió, y murió de hambre. Días después, sus padres ni se preocuparon de enterrarla, porque el cadáver ya estaba tan descompuesto, que nadie iba a distinguirlo entre la basura.
Se consideraba que la ayuda, la generosidad y la compasión eran debilidades, ni siquiera con los hijos y los padres. Cuanto más tiempo pasaba sin llover, cuanto más se secaban los conucos, tanto más se elevaban las herméticas empalizadas entre las chozas. Los pobladores no se visitaban y evitaban aceptar cualquier cortesía de otros para no sentirse comprometidos. Perdieron la costumbre de conversar. Este antropólogo no advirtió ningún indicio de odio, más bien esos hombres simplemente dejaron de interesarse unos por otros, habían perdido el sentido de la responsabilidad moral hacia los demás. Todo su tejido social se descompuso y se convirtieron en un pueblo sin leyes ni costumbres, concentrando sus actividades en sobrevivir por lo que optaron por la agresividad, la envidia, la desconfianza, la pérdida de compasión y de la solidaridad: en fin, se deshumanizaron.
Un pueblo sin compasión
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