La reciente e inconstitucional aprobación, por el ilegítimo gobernante venezolano Nicolás Maduro, de un decreto mediante el cual recrea en sede presidencial a la Santa Inquisición y la saca de su sepulcro decimonónico, para que, bajo tutela militar, cuide los dogmas de la revolución y provea sobre su verdad, cierra el círculo de eso que, con buen tino, el parlamentario ecuatoriano César Montufar, llama las reglas del silencio.
El autor, quien estudia cuidadosamente la reciente ley mordaza impuesta por el régimen de Rafael Correa y que prohíbe, de entrada, el «linchiamiento mediático» o la prohibición de informaciones que se adviertan en distintos medios de prensa para desprestigiar la credibilidad de algún funcionario, apela sabiamente a la reflexión del escritor Carlos Fuentes, quien se pregunta ¿cómo las sociedades salen del silencio? Y lo repregunta: ¿Cómo las sociedades y sus ciudadanos pueden resistir para que el poder no los devuelva al silencio?
Lo cierto, en todo caso, es que desde antes, en Venezuela, a partir de 1999 y de forma abierta luego de 2004, nuestro gobierno, coludido con el cubano y bajo el ucase del Foro Social Mundial de Porto Alegre, decide e invita a sus pares a que avancen hacia la hegemonía comunicacional de Estado, mediante la creación de nuevos medios públicos, de medios alternativos o comunitarios que no pueden sobrevivir sin el auxilio del Estado, y la final cooptación – para mensajes públicos y cadenas – y la reducción de los espacios de la prensa independiente, hasta que se extinga por sí misma, sin necesidad de que un esbirro les cierre las puertas.
Se trata, en efecto, de ponerle las manos a las llaves del reino. Descubren estos gobernantes aliados del Socialismo del siglo XXI que sus propósitos de permanecer en el poder sin alternancia – bajo coberturas jurídicas y democráticas fingidas – depende de la nueva fuente contemporánea del poder: la información, no más de las armas o el secuestro de territorios.
Así las cosas, bajo un molde común que aquí fragua y la premeditación de conflictos con los medios independientes – en Caracas ante «los jinetes del apocalipsis», en Ecuador frente al diario El Universo, en Argentina para doblegar la «dictadura mediática» del Grupo Clarín – todos a uno se dan a sus medidas las leyes citadas del silencio: la ley RESORTE nuestra, aprobada en 2004 y reformada en 2010, la ley argentina de servicios audiovisuales de 2009, la ley general de telecomunicaciones de Bolivia adoptada en 2011, y la ominosa – por desbordante – ley orgánica de comunicación del Ecuador, aprobada recién, en 2013.
Todas a una de dichas leyes rebanan la libertad de prensa favoreciendo la censura e imponiendo la propaganda de Estado, montados sobre esa regla de oro que hacen propia los marxistas posteriores a la caída del Muro de Berlín y de idéntica estirpe – la de la mentira – desde cuando Marx hecha sus dientes en este mundo: Usar la democracia para minarla desde adentro, argumentar el cumplimiento de la ley para socavar y prostituir los fines de sus normas, en suma, imponer a la sociedad una dictadura comunista halagándola con los bienes del capitalismo, sobredimensionando sus apetencias hasta hacerla dependiente, a la manera de los mercaderes del narcotráfico.
Las leyes del silencio, en consecuencia, predican de entrada su respeto celoso por la palabra oral y escrita y rinden loas al pluralismo. Seguidamente, declaran como «bien público» o «servicio público» o de «interés público» al espectro que usan los medios de radio y televisión y la prensa escrita que dispone del recurso digital, haciendo de éstos meras prolongaciones del Estado y a la sazón, por lo mismo, autorizando a éste para intervenir en los contenidos de la información y evitar la diversidad de los programas.
El patrón es idéntico y su objetivo no lo ocultan los autores del despropósito antidemocrático y totalitario. La ley ecuatoriana, en su preámbulo, reza que nace «por iniciativa» de Correa para erradicar «la influencia del poder económico y del poder político sobre los medios». Y la procuradora argentina, Alejandra Gils Garbó, en defensa de la ley de su país, afirma y completa sin ambages que sólo compete al Estado – léase a quienes lo controlan – «la distribución democrática del poder de la comunicación», pues resulta inadmisible que los medios independientes influyan «en el diseño de las políticas públicas».
En suma, al igual que los inquisidores medievales, sólo el gobernante puede moldear la opinión democrática, a su manera, según su credo y ambiciones de gendarme. Los ciudadanos, infieles e iletrados, nada pueden decir al respecto. Tampoco Maduro, quien optó por leer un solo periódico, militar, el del CESPPA. Esas tenemos.
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