En América Latina, el periodismo es una profesión de alto riesgo. Esa es una de las reflexiones escuchadas en el reciente seminario Libertad de Expresión, Disidencia y Democracia organizado por el Senado de México.
Esto no es noticia, pero no por ello deja de ser motivo de consternación, sobre todo cuando uno aprecia el cuadro completo. En algunos casos la violencia es cruenta y desnuda. En México mismo, y en Brasil, las organizaciones periodísticas son blanco habitual de los narcos y, en Colombia, también de la guerrilla y los paramilitares. Los periodistas que investigan actos de corrupción vinculados con el tráfico de drogas sufren amenazas, secuestros y asesinatos, y cuando se trata de una reportera mujer, la violencia sexual también es común. Los gobiernos son responsables de esta situación, sobre todo a nivel subnacional, donde el Estado—si se lo puede llamar así—carece de recursos suficientes para combatir la ilegalidad y termina capturado por organizaciones criminales.
En otras realidades, como Honduras, el clima de intolerancia política es propicio para la violencia, lo cual desde el golpe de 2009 coloca al país en los primeros puestos del ranking mundial per cápita de periodistas asesinados. Aún con menos sangre, pero no con menos gravedad, el creciente autoritarismo de la región se las arregla para silenciar las voces críticas en varios países. En Ecuador el Gobierno recriminalizó la difamación y la ley de comunicación de junio pasado, de hecho, legalizó la censura y creó la figura legal de “linchamiento mediático”, con la cual se puede sancionar a cualquier periodista que investigue los actos de funcionarios públicos.
En Venezuela, a su vez, la discrecionalidad del Ejecutivo para otorgar, suspender y revocar licencias es ya una realidad institucionalizada, al punto que la proporción de acceso al aire en la última elección fue de 25 a 1 en favor de Maduro.
Estas arremetidas contra la libertad de expresión requieren de un Ejecutivo que controle férreamente al Poder Judicial, por eso frecuentemente éste último se coloniza con jueces que son amigos políticos, socios de negocios o, mejor aún, ambas cosas. Y cuando los tribunales gozan de relativa independencia, queda el recurso de los métodos fascistas: la presión del poder político sobre los jueces, la amenaza de revelar aspectos de su privacidad y la intimidación a sus familias, entre otros. Todo ello en pos de legislación que, según se dice desde el poder, solo persigue disolver monopolios, generar competencia y democratizar la información. Muy burdo, en definitiva, porque cuando hay un Gobierno para el cual el fin justifica los medios, ya sabemos en qué termina esa historia.
Tal es el caso de Argentina, donde un oficialismo crecientemente impopular se resiste a aceptar la realidad y todavía intenta controlar la justicia, mutilar la libertad de prensa y así tal vez concretar el sueño—según los encuestadores, más bien el delirio, a estas alturas—de “Cristina eterna”. Para ello es imprescindible la destrucción del grupo Clarín, la organización informativa más importante del país. No se trata de democratización ni de competencia, como lo demuestra el hecho que el ente regulador de comunicación audiovisual—Afsca—ya distribuye licencias y frecuencias entre amigos políticos y socios de negocios, sin concurso ni competencia y a cuenta de las que esperan confiscarle a Clarín.
Ese es el verdadero objetivo de la Ley de Medios de 2009, hoy bajo amparo y cuya constitucionalidad está siendo discutida por la Corte Suprema, mientras el país se prepara para las elecciones parlamentarias de fin de mes. Por esa razón las presiones del kirchnerismo sobre la Corte se han intensificado, apostando a una decisión favorable antes de la elección, la cual inclusive esperan que podría tener efectos electorales positivos. Sueños o delirios, la gravedad de la situación no debe subestimarse. Hace solo un mes, la mayoría de los magistrados de la Corte se manifestaban públicamente en contra de la ley, pero según algunos rumores, ese consenso parece haberse transformado en un empate. Esto luego de la intervención directa de Cristina Kirchner, admitida por los mismos medios oficialistas, aparentemente con una efectiva combinación de incentivos y amenazas. Pero eso fue antes de su operación y convalecencia, y ahora prevalece la incertidumbre. Tal vez algunos jueces, deseosos de colaborar con su postoperatorio, no quieran cargar con la responsabilidad de obstaculizar su recuperación con una decisión que le desagrade. Si París valió una misa, la salud de Cristina bien puede valer una constitución.
La democracia es muchas cosas, pero dos condiciones son sine qua non de la propia noción de ciudadanía. Una es la independencia del poder judicial, porque no hay democracia en un régimen donde el Gobierno nunca pierde un juicio. La segunda condición es la libertad de expresión, ya que el derecho a criticar al Gobierno es una tácita definición de la democracia. Eso es lo que está en juego hoy, en Argentina y más allá. En muchos lugares de América Latina hemos perdido ambas.