En la historia de la arquitectura existe una larga tradición de arquitectos con fuertes ideales sociales y que consideraron que estaban haciendo arquitectura progresista, de izquierda, socialista. Esta convicción se fundamenta en la idea de que un entorno bien ordenado redunda necesariamente en una sociedad físicamente y espiritualmente más sana. En algunos casos, como en la Unión Soviética, se llegó a suponer que se podía ayudar al desarrollo de conductas socialistas mediante la construcción de conjuntos de viviendas donde algunos servicios, como cocina y lavandería, se colocaban en las áreas comunes que eran atendidas de manera comunitaria, pero era común que las familias se las arreglaran para tenerlos en sus ya minúsculos apartamentos.
Sin negar que un entorno bien organizado ayuda tambien a una convivencia social mas sana, los resultados reales suelen ser mucho menos espectaculares de lo esperado cuando estos están diseñados a partir de una sobrestimación de la potencia del diseño físico para cambiar la conducta de la gente, descuidando todos los otros factores culturales que intervienen en ella.
En algunos casos los esfuerzos por mejorar a grupos sociales con problemas han terminado en estruendosos fracasos. Uno de los más conocidos es el de Pruitt-Igoe, un gran conjunto de viviendas de interés social constituido por 33 bloques de apartamentos, similares a nuestros bloques del 23 de Enero, y que fuera construido en San Luis, Misuri, entre 1954 y 1955. El conjunto recibió el premio nacional de arquitectura como ejemplo de vanguardia social. Pero ya en los sesenta el conjunto se había convertido en un lugar vandalizado, con mucha pobreza, tráfico de drogas y alta criminalidad hasta un punto en que fue necesario demoler todos los bloques. A partir de esta experiencia, se revisaron las hipótesis que guiaban el diseño de los programas de vivienda social del gobierno norteamericano.
Es común esperar que el cambiar un rancho por una vivienda digna hace que la gente supere rápidamente su cultura de la pobreza y pase a comportarse como clase media, pero abundan ejemplos que señalan que el proceso no es tan simple ni tan inmediato como quisiéramos los arquitectos.
Tambien en Venezuela hay muchos ejemplos que hacen dudar que mejores viviendas, por si solas, pueden mejorar las formas de actuar de sus ocupantes. Uno de ellos es el de Las Sábilas, donde, a pesar de las viviendas de interés social, es bien conocida por los altos índices de criminalidad que reina en sus calles, sin por esto significar que todos sus habitantes sean criminales.
Otro ejemplo lo dio el caso, en una ciudad de Venezuela, donde un hombre muy humilde ganó un premio mil millonario y una de sus acciones fue comprarle a sus familiares un lote de casas nuevas en una urbanización para clase media. Al contrario de lo que podría esperarse, al año esas casas ya estaban vandalizadas. Sus ocupantes cambiaron de casas, pero no de mentalidad y reprodujeron las conductas que tenían en sus ranchos.
Por razones como estas hay que tener cuidado cuando alguien califica de revolucionaria a alguna obra de arquitectura. Sus efectos sociales pueden ser revolucionarios pero la arquitectura misma puede ser banal. Esos calificativos, en arquitectura, pueden aplicarse solo en referencia a otras arquitecturas e incluso son independientes de la posición política de quien la crea o del uso que se les dé.
Es el caso de Le Corbusier: diseñó y construyó obras que revolucionaron la arquitectura y lo convirtieron en uno de los padres de la arquitectura moderna, esto a pesar de sus simpatías por dictadores como Hitler, Stalin y Mussolini. Las obras de Le Corbusier son revolucionarias por sus propias características y no por el impacto social o por la posición política de su autor.
Otro ejemplo muy claro lo vemos en nuestras cárceles. Ellas no ayudan al reo a regenerarse, pero pasarlos a una cárcel nueva no ayuda en nada si ese traslado no viene acompañado de todo el apoyo social que necesitan.
La ciudad como tema – Los límites de la arquitectura social
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