Hay malas noticias. En todas partes la cotidianidad nos arranca un poco de espacio. A veces es preferible desconocer, ignorar. Pero tal cosa es una farsa. No hay cortinas ni aire acondicionado para ensayar un aislamiento. La patria se nos instala en las espaldas. Y nos persigue.
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Se acerca el primero de una cuadrilla de dragones rojos (bolivarianos, chinos) que desde hace semanas anda deambulando por las calles. Nadie los entiende. No son de la Alcaldía ni del gremio de transporte. Son un quiste del Gobierno Nacional en la vía pública. Los dragones se llaman Transbarca y ahora yo voy en uno de ellos deseando que todo sea cierto.
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Debo llegar rápido. Una pantallita roja le resta tiempo al anuncio de las rutas para proclamar las bondades de la Revolución. En tierra de Estados empresarios, cualquier pantalla es trinchera. Hasta los autobuses son cuerpos de propaganda. Ningún espacio basta para intoxicar la ciudad de mentiras.
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Primera parada. Está cruzando la calle un hombre inválido frente al Mercal de la Avenida Libertador. Tiene que clavarse las muletas en las axilas y empujar un saco de verduras con el pie para poder avanzar. Los carros no entienden y los que miran no pueden perder sus seis horas de cola. Cada quien está demasiado apresurado [o detenido] para detenerse aún más. El hombre triunfa, como muchas otras veces, y llega a la otra acera. Cada paso para él es un desafío y la indolencia del otro es un obstáculo. O mejor: un pan-suyo-de-cada-día.
Me compadezco, pero deberá esperar un próximo autobús. Este ya lo perdió.
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[Memoria entre la tercera y la cuarta parada]. Paso tres días sin leche. Mala leche y mala suerte. Quiero pensar que mi alimentación es una cartilla de malos hábitos. Intento copiar el argumento del digno pueblo oficialista. No puedo. Dejo la harina, dejo el aceite, dejo la mantequilla, dejo la leche… Sustituyo. Me sustituyo por otro más tranquilo, más feliz.
[Mientras escribo esto se va la luz en mi casa. Ocasión perfecta para la ceguera, compatriotas sombríos. Necesario es vencer].
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Quinta parada. El aire empieza a hacerse más denso, más pesado. El dragón sigue cargando gente. La descoordinación y el hacinamiento me hacen despertar muy rápido. Las obras públicas son siempre un romance con poco futuro. Hablamos para quejarnos. Nuestra ciudadanía se ejerce en la queja y la añoranza. Y así nos tienen distraídos.
Dragón nuevo escupe bien.
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[Otra vez la memoria, hacia la sexta] El mecánico de mi carro me estafa. Me harto de esa chatarra que desde hace meses me obliga al viacrucis peatonal. Voy al periódico con una esperanza inútil, con una inestimable alegría de Perolito y Escarlata. Un carro usado cuesta lo que costaba un apartamento tipo estudio en abril de 2012. Pregunto por un Orinoco, el milagro automotriz (también chino) del gobierno, y una voz ahuevoneada y sardónica me responde “son 450 mil, compa”.
¿Cuántas patrias caben en la decencia?
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Divago. Intento un ejercicio de filosofía. Esta es una patria habitada a sobre precio. Un país de comisiones. Alcanzo una conclusión digna, pero vuelven los gritos y las nalgas hacinadas. El autobús se nos llenó de gente, de gente acalorada e inconforme. Viene la penúltima parada.
Todos los días sale un pendejo a la calle…
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Última parada. Creo que es una idea personal, pero lo veo en la cara de los otros. Como en muchas otras cosas, sentimos que la comodidad es un préstamo, que el bienestar es un sueño desahuciado. Sentimos que todo lo bueno tiene un final próximo, que todo lo que nos merecemos está destinado a agotarse.
¿Qué haremos cuando a la patria se le acabe el aire acondicionado?
@zakariaszafra