Dios es infinitamente justo. Pero la justicia de Dios no siempre es clara. Unos 600 años antes de Cristo, el Reino de Israel se encontraba dividido y los reyes que lo estaban gobernando eran tan malos, que la situación del pueblo era desastrosa. Por eso el Profeta Habacuc se atreve a preguntar ¿por qué deja Yavé que triunfe la injusticia?
¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio, sin que me escuches, y denunciaré a gritos la violencia que reina? ¿Por qué me dejas ver la injusticia y te quedas mirando la opresión? Ante mí no hay más que asaltos y violencias, y surgen rebeliones y desórdenes. Por eso la Ley está sin fuerza y no se hace justicia. Como los malvados mandan a los buenos, no se ve más que derecho torcido” (Hab 1, 1-4).
La respuesta de Yavé es ciertamente desconcertante: dentro de poco los Caldeos restablecerán el orden, invadiendo y saqueando todo. Dios va a permitir la acción del mal para corregir a su pueblo escogido. (cf. Hab. 1, 5-11).
Y Habacuc vuelve a quejarse: ¿por qué Yavé va a realizar su justicia con la invasión de los caldeos? Y ¿por qué miras a los traidores y observas en silencio cómo el malvado se traga a otro más bueno que él?” (Hab 1, 13)
Respuesta de Yavé: algún día se comprobará que no se trata igual a buenos y malos. El que se mantenga fiel se salvará. Dios pide la perseverancia en la Fe. Le asegura que se hará justicia, pero a su tiempo. El problema para nosotros es que el tiempo de Dios casi nunca coincide con el nuestro.
Y Dios explica algo más al Profeta Ezequiel: “La gente de Israel dice que la manera de ver las cosas que tiene el Señor no es justa. ¿No será más bien la de ustedes? Juzgaré a cada uno de ustedes de acuerdo a su comportamiento. Lancen lejos de ustedes todas las infidelidades que cometieron, háganse un corazón nuevo y un espíritu nuevo. Conviértanse y vivirán” (Ez. 18, 29-31).
Después de la anunciada invasión, el pueblo de Israel fue desterrado a Babilonia. Luego de un tiempo –un tiempo largo, pues fueron 70 años de exilio- se ve una nueva e imprevista intervención de Dios: “Los recogeré de todos los países, los reuniré y los conduciré a su tierra” (Ez. 36, 24).
Y eso hizo. En efecto, Yavé suscita a Ciro, Rey de Persia, para que conquiste a Babilonia y dé libertad al pueblo de Israel cautivo para que regresen a su tierra.
Pero la acción de Dios es mucho más profunda. Lo que sucede no es una simple liberación y regreso del exilio, sino que hace efectiva la conversión del pueblo, conversión que había pedido a través de Ezequiel. Dios purifica y transforma el corazón de su pueblo, es decir, lo hace dócil a su Voluntad: “Los purificaré de todas sus impurezas y de todos sus inmundos ídolos. Les daré un corazón nuevo y pondré dentro de ustedes un espíritu nuevo. Quitaré de su carne ese corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Pondré dentro de ustedes mi Espíritu y haré que caminen según mis mandamientos … Ustedes serán mi pueblo y Yo seré su Dios” (Ez. 25-28).
Y esta enseñanza es válida para todos los tiempos, para cualquier circunstancia de la vida del mundo, de un pueblo, de la Iglesia, de las familias y también de cada persona en particular. Es una enseñanza muy apropiada para nosotros hoy, en el momento histórico que vivimos.
Pueda que las cosas se desarrollen como si Dios no estuviera pendiente, pero es preciso permanecer confiados en fe. Puede parecer que Dios tarde en intervenir, pero de seguro su actuación tendrá lugar y se verá, como la vio el pueblo de Israel.
Dios es el Señor de la historia y guarda en secreto su manera de gobernar el mundo. Solamente pide que nos mantengamos fieles hasta el final. El malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe (Hab 2, 4.).
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