Hace una semana vi una película que se llama “Elysium”. Confieso que la ciencia ficción no es un género que me atraiga particularmente, pero salí contenta de haberla visto por las reflexiones que en mí suscitó.
La historia se desarrolla en el año 2159. La Tierra está superpoblada y en ruinas. El crimen, la contaminación, las enfermedades y la pobreza se han convertido en el pan de cada día para quienes habitan en ella. La trama se desarrolla en la ciudad de Los Ángeles, que debería mejor llamarse “Los Demonios” por el infierno en que se convirtió.
Sin embargo, -siempre hay un “sin embargo”- los “muy acaudalados” viven en una bellísima estación espacial de forma toroidal –los efectos especiales son estupendos- que tiene atmósfera, un clima ideal, lujosas mansiones con piscinas, espectaculares jardines, distracciones, impresionantes sistemas de seguridad y lo más importante: unos “Med-Pods”, unas máquinas con un software que detecta y cura todo tipo de enfermedades. Cada persona tiene uno en su casa. Con él aseguran la salud y la juventud. Pero por supuesto, solo está disponible para los ciudadanos de Elysium.
El director Neill Blomkamp echa mano de estereotipos para definir a los personajes y logra su cometido: choca el contraste de quienes viven en el planeta depauperado con quienes pudieron comprar su “suerte” y llevan las típicas vidas de los ricos y famosos en el satélite, sin pensar en que una sola de las máquinas que cada uno de ellos tiene en su casa haría toda la diferencia en un hospital de la Tierra. El héroe de la película, Matt Damon, es un ex convicto. Su contrafigura es Jodie Foster, como siempre maravillosa, en el papel de Secretaria de Gobierno del Elysium, quien a costa de lo que sea mantiene no solo la seguridad, sino el statu quo de quienes viven en el Elysium.
No es la primera vez –ni será la última- que abordo el tema de la insensibilidad social en Venezuela. Si bien hay personas que trabajan con mística por el bien de los demás, hay un número significante de gente que tuvo educación, confort, viajes, lujos, hasta educación “religiosa” y luego de quince años todavía cree que se merecen todo eso y que quienes no tuvieron la misma igualdad de oportunidades son unos “tierrúos”, “tukis” (ni sé cómo lo escriben), “chulos”, “marginales” y “lambucios”. Nadie piensa qué hubiera sido de ellos si hubieran nacido en un barrio. Nadie se pone en los zapatos de los demás. Siguen viviendo en el “Elysium” venezolano.
Peor aún es el desfile de Ladrones con “L” mayúscula para quienes todas las puertas se abren, las de los clubes, las de las fiestas, las de las casas de “familia”, solamente porque tienen dinero. Pregúntense quiénes son los marginales mentales, quiénes los chulos y quiénes los lambucios. Y no estoy hablando solamente de los chavistas que se han enriquecido vulgarmente y cuyos discursos de “socialismo” y todas las estupideces que dicen van del bolsillo para afuera. Estoy hablando de la gente “como uno”. De ésos que han servido de testaferros, que se han prestado para montar empresas de maletín, que han hecho pingües negocios, que le han puesto la mesa a los chavistas aunque en privado se burlen de ellos y los desprecien y quienes a la hora de rendir cuentas ante la divinidad –si es verdad que vamos a rendir cuentas- se les exigirá más que a los otros, como anticipó Cristo en la parábola de los talentos.
Chávez fue una consecuencia. Aquí hubo y hay una isla dentro de la sociedad cuyos miembros no solo viven de espaldas a los problemas, sino desangrando el país. Chávez falló de calle en la manera de abordar el problema, pero su discurso tiene un fondo absolutamente real. Quienes no lo vean están ciegos. Y siempre habrá un Chávez que les hable a los marginados y castigue a los indiferentes. Ahora tiene la palabra la sociedad que se autocalifica como “decente”: ¿Seremos capaces de sancionar a los corruptos, o seguiremos en esta vergonzosa fiesta celebrando lo incelebrable?…
@cjaimesb